Cuando el sol se oculta y nos obsequia con esas imágenes que solo la luz del crepúsculo es capaz de modelar, muchos seres se dirigen hacia sus casas después de una agotadora jornada de trabajo. Pero llegado ese momento, no todos se dedican a descansar. A esa hora, dos tipos de seres, morfológicamente diferenciados, inician una febril actividad para procurarse, los unos el sustento, los otros, los medios necesarios para mantener sus costosos vicios. Nos estamos refiriendo a las ratas y a los rateros.

El Chupao es un adolescente que cuando el día toca a su fin sale de casa pulcramente vestido y engominado para iniciar su actividad. Porque otra cosa no tendrá El Chupao, pero lo que es chulería… ¡para dar y tomar! Su padre se marchó de casa cuando él apenas había cumplido los ocho años y los dejó tirados sin apenas recursos. Su madre tuvo que ponerse a trabajar para poder salir adelante y el joven, tan pronto como cumplió los doce, empezó a buscarse la vida en la calle. El Chupao es un adolescente enjuto, descarnado, con una considerable altura para su edad, lo que hace que su delgadez parezca todavía más acusada. Es un raterillo que se dedica a pequeños hurtos: tirones de bolsos y cosas por el estilo. Nada importante. Su madre lo sabe porque ya ha sido detenido varias veces. Su principal preocupación es el rumbo que su hijo está dando a su vida. Teme que haya un día en que no lo pueda enderezar. Se lo dice continuamente, pero el chico contesta siempre lo mismo: “no me rayes, que ya no soy un niño”.

Esta noche es especial para él. Le han dado el soplo de que en un barrio cercano vive una anciana que siempre va engalanada con joyas caras, restos, posiblemente, de una acomodada vida anterior. Por lo visto vive sola en una vivienda de planta baja y suele acostarse muy temprano. “Tendrás toa la noche por delante para manejarte a tus anchas” -le dicen sus colegas. El Chupao nunca ha hecho un trabajo de este tipo, pero sus camaradas le dicen que se hacen con la gorra y que solo tiene que esperar a que la vieja se duerma. “Están tos medio tapias y sonaos por los genéricos. No se enteran de na, tío”.

Son las once y media y El Chupao se despide de sus camaradas disponiéndose a cubrir el trayecto que separa el barrio de la casa de la anciana. Saca del bolsillo una cajetilla de Lucky Strike, prende un cigarrillo e inhala una profunda calada. Cuando pasa por debajo de una farola un gato negro sale velozmente de una callejuela y a punto está de tropezar con él. Mal augurio. Mientras tanto, el humo liberado de sus pulmones adquiere caprichosas formas, figuras que se desvanecen lentamente en el aire de la noche.

Veinte minutos más tarde está plantado ante la casa. Espera otros diez y se dirige hacia la ventana de la sala de estar. Los cierres ceden con facilidad ante su destreza y en unos segundos se mete dentro de la casa sin haber hecho el menor ruido. La sala se encuentra en penumbra, débilmente iluminada por el rótulo de neón de un establecimiento cercano. El muchacho estudia la estancia mientras espera que sus ojos se acostumbren a la escasa luz reinante. Al fondo del pasillo, una luz intensa acompañada de un ruido estridente salen de una de las estancias. El Chupao se aproxima, preparado para salir corriendo de ser necesario. Cuando llega asoma la cabeza para ver el interior. En el televisor James Cagney acaba de recibir el tiro fatal en la película “Al rojo vivo”. “Menudo peliculón se está perdiendo la vieja”-piensa.

El Chupao entra en la habitación estudiando posibles escondites para las joyas. Ve que encima de una cómoda hay un cofre y hacia allí se dirige. Al abrirlo, dibuja una picara sonrisa. Empieza a coger el botín y a meterlo en una bolsa. Hay tantas que las coge a puñados. Cuando va por el tercero, un anillo que no ha sujetado convenientemente, se le cae. Intenta poner el pie para que no tome contacto con el suelo, pero no acierta y el aro choca con él. Se gira para ver si la anciana se ha despertado. Al final se relaja viendo que ni siquiera se ha movido. Continúa a lo suyo y sale de la habitación con el mismo sigilo que entró.

La anciana no está durmiendo. El ruido la ha despertado, pero al ver al chico en la habitación ha tenido la suficiente sangre fría como para simularlo. Lo ha dejado salir y sin pérdida de tiempo ha llamado a la policía.

Cuando El Chupao sale, un coche le intercepta calle abajo. Una patrulla que estaba por la zona ha atendido la llamada de inmediato. El joven toma rumbo a su barrio, ajeno por completo a la encerrona que le han preparado los dos policías.

—¡Alto, policía! ¡Deténgase y levante las manos! Al Chupao le da un vuelco el corazón.

—No he hecho na –responde. ¿Por qué me quieren tocar las pelotas?

—¡Limítese a levantar las manos donde podamos verlas!

El chico sabe que si lo cogen con las joyas encima seguramente lo internarán en un centro de menores. Apoyado por la escasa luz, mete la mano en el bolsillo y en un giro disimulado intenta tirar la bolsa hacia un seto cercano. No llega a finalizar el movimiento. Uno de los policías abre fuego, creyendo posiblemente que va a sacar un arma. El tiro lo alcanza en el corazón y queda tendido en el suelo con la bolsa de las joyas en la mano.

Al día siguiente los vecinos del Chupao llegan a casa cansados después de una nueva jornada. Pero hoy ninguno se cruza con él. Ni tan siquiera se han dado cuenta de su ausencia. Esta noche tan solo han salido las ratas a procurarse el sustento.

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