Mi calle, adorable vodevil

Mi calle, adorable vodevil


¿ A partir de qué momento en nuestras vidas adquirimos la conciencia de pertenecer a un espacio o lugar determinado?

Recorrí esta calle tantas veces como miré mi mano. Olí a diario a palo seco de chimenea al quemarse, a mojón de gato en los tejados, a boñiga caliente del burro con el que nuestro panadero repartía su pan a las vecinas. ¿Durante cuántos años sucedió? ¡Oh realidad cotidiana! Hoy sólo en mi recuerdo.

Fueron años de llamar a las puertas de las vecinas más hediondas y quejosas que conocí (adorables marujas) y esconderse en el recoveco que hacía la calle con el corazón saltando en el pecho por el miedo a ser descubiertos; y ahí, en el altozano, espacio de luces y sombras, acogí mi primer beso. No sé si alguna vez he vuelto a pertenecer en la misma manera a algún lugar.

-¡Mónica! ¡Recoge el pan de la Gregoria!- ordenaba mi madre cada día al llegar del colegio. «La Gregoria», mujer anciana desde mi infancia, presumía de unos bigotes de largos pelos duros, que nacían rebeldes por encima de su labio y de sus ganas de arrancarlos. Era imposible apartar la mirada de ellos, imponiéndose en mí la necesidad, nada más llegar a casa, de comprobar los míos, inexistentes aún, claro. Aún vive Gregoria en nuestra calle, pero existe ya sólo a través de la rendija de su postigo. Ya no coge el pan a las vecinas que trabajan, ni se deja ver por nadie, pero yo la intuyo, la huelo al pasar por delante de su fachada.

¡Qué comunidad tan adorable aquella la de la calle Bronca! Pues éste es su nombre, el cual siempre arrancó una risita socarrona de aquel que lo escuchó o leía en el letrero que lo anunciaba. No obstante, a pesar de tan desafortunado nombramiento, el vecindario nunca hicimos honor a él y vivíamos en armonía, cada cual a lo suyo compartiendo el día a día, pero bien enterado de la vida de los demás, como todo buen vecino. Desempeñábamos cada uno nuestro papel cotidiano, porque cierto es, que cada uno de nosotros, cual actor, aportaba a la escena su peculiar esencia. Así es que podías encontrar papeles tan importantes como a continuación os detallo y, sin los cuales, mi vodevil nunca hubiera sido el mismo.

Miguelito, el beato, vecino de incalculable edad. Soltero y fiel al catecismo hasta el punto de rozar lo fanático; un pobre huraño que vivía en su demencia con tres hermanas solteras también e igual de beatas que él. Los niños de la calle, quizás cegados por esa especie de crueldad infantil, lo hicimos un imprescindible de nuestras tardes de juego y, por ende, a sus hermanas: Petrita, Leandra y Concepción. Mi recuerdo de Miguel va inexorablemente asociado a sus zapatillas de paño a cuadros y a su rebecón de lana deshilachado por el bajo, corríendo tras nosotros después de haber llamado al postigo de su puerta. Bajo esa rebeca completaba su vestuario siempre con una camiseta de enorme peculiaridad y que a todos alucinaba, pues cambiaba de color según día de la semana. Más clara los lunes, más oscura, casi negra, los sábados, porque el domingo era el día del cambio de muda, para ir a la iglesia como Dios manda.

La Pacheca, vecina que recibió el apodo gracias al bar que regentaba su marido y con el que quedaría bautizada hasta el fin de sus días. De profesión: ama de casa, por aficción: el alcohol (en el anonimato,por supuesto). Podrías encontrarla, cada día a la misma hora, en el supermercado del barrio. -A ver, en casa somos muchos, siempre falta algo- repetía a Paqui, la dueña del establecimiento. En su nota de compra: magdalenas para el desayuno, aceite y vino para cocinar. Era madre de una de mis mejores amigas, Rafi, con quien iba cada mañana al colegio. Rafi era una chica delgadita, casi minúscula, parecía que su cuerpo no se hubiera desarrollado con ganas, sino que lo hubiera hecho de forma tímida, silenciosa como ella. A mí, que siempre me gustó que me escucharan, disfrutaba parloteando mientras ella permanecía a la escucha. Nunca sospeché lo que aquel silencio escondía y cuando lo descubrí, me dio miedo y hui de ella. Más tarde , mi amiga Rafi y mi relación con ella supondrían uno de mis primeros conflictos moral-éticos, al conocer que era prostituta.

Todos estos vecinos entraban y salían de sus casas dándole a la calle una afán de vida, de constancia y existencia , que hoy día ya no tiene. Sus puertas cerradas sólo son un signo de que allí estuvo alguien. Manola, la Pimpona, la Teófila y tantos otros dejan impreso su sello en su puerta, ahora ya cerrada. Yo las miro al pasar cuando visito a mis padres y pienso, sin quererlo y sufriendo por ello, cuándo se cerrará la suya, la puerta de Celestino y Rosa, dos de mis actores favoritos, atrapados para siempre dentro de mi adorable vodevil , el único sitio al que realmente pertenecí.

Mónica Flores

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