Dicen que cuando pasa el tiempo, tan sólo recordamos lo que ha sido importante para nosotros, lo que verdaderamente nos emociona. Hace años que el patio de mi abuela cambió, ya no hay piedras en el suelo, ni se guarda allí el tractor de mi abuelo, pero lo que sentí entre esas paredes, se ha quedado en mi memoria para siempre.

Lara es la pequeña de las 3 primas y, a pesar de ello, siempre fue la más atrevida, la que saltaba desde más alto, la que corría más deprisa, la que antes aprendió a montar en bicicleta, la que siempre estaba con bichos, sacando arañas de agujeros o jugando con las lagartijas.

Gabriela es la mayor de las tres. Le gustaba ir siempre arreglada y cuidaba mucho de no mancharse. Nos decía todo el rato lo que debíamos hacer, decir o callar. Cuando anochecía, nos contaba historias de miedo que yo creo se inventaba a medida que hablaba, y otras veces, nos hacía trucos de magia para después contarnos como los había hecho.

Yo soy Manuela, la mediana. Era la más tímida y callada de las tres primas pero a veces me enfadaba cuando las cosas no salían como yo quería. Aunque con miedo y la última de las tres, acababa siempre haciendo lo mismo que mis primas, ya fuese subir montañas de arena, tumbarme en la hierba, vestirme con ropas antiguas del trastero de mi abuela o esconderme dentro de sitios oscuros.

Pasábamos casi todos los fines de semana juntas, entre envidias, regaños y juegos. Las tres queríamos hacer siempre de profesora, elegíamos el mismo sabor de caramelo, el mismo color de lápiz para dibujar y ponernos los mismos zapatos de tacón antiguos de las tías. Nos recuerdo inseparables a pesar de las diferencias.

15 de abril de 2016, han pasado 20 años, es primavera y acaban de llamarme para decirme que mi abuela ha muerto. No me explico por qué tiene que morir en primavera. En primavera no debe morir nadie, ya no hace tanto frío como durante todo el invierno ni hace el suficiente calor, como en verano, para que afecte a las personas mayores.

En el pueblo de la abuela tienen por costumbre velar al difunto toda la noche. Como todos en la familia, las tres primas no van a marcharse a dormir, se quedarán esperando hasta despedirse para siempre de la abuela.

Y allí estamos las tres primas de nuevo, en parte por compromiso, en parte, por dolor. Tenemos suerte, en unas horas saldremos de aquí y no tendremos la obligación de volver a vernos, ya no nos quedan más abuelos a los que velar y mucho menos que visitar.

Somos tres desconocidas más, entre tantos otros desconocidos a los que llevamos viendo toda la vida. Pero yo pienso de vez en cuando en ese lugar, en esos momentos, donde la abuela nos daba tres chupa Chus iguales a cada una y alguna tía nos pedía que sonriéramos para hacernos una foto.

Nos sentamos al lado y nos sonreímos tímidamente a pesar de las circunstancias. Hace unos 15 años que no nos vemos, que no sabemos nada de nosotras. Gabriela es la que menos ha cambiado físicamente desde la última vez que la vi. Lara es la primera que saluda, pero después de unas cuantas palabras amables, se marcha para estar con sus hermanos y cuñadas. Yo me levanto para hablar con unas antiguas amigas que han venido a acompañarme mientras observo que Gabriela se ha quedado sola. Es la que más tiempo ha estado fuera del pueblo y perdió el contacto con todos.

Y de repente algo pasa. Gabriela sale a fumar, yo decido llamar a mi compañera de trabajo y salgo también, Lara está sola en una silla fuera y nos observa atravesar la puerta. Cada una en una esquina de la calle, como idiotas, comportándonos peor que las niñas de 6 a 8 años que éramos hace 20 años. Y pienso “Odio mi timidez”, tiro de mi imaginación y recuerdo el verso de Antonio Machado “Para dialogar, preguntad primero; después… escuchad”. En un atajo de absurdez, le pregunto a Gabriela de donde se ha comprado el abrigo. Lara se anima y confiesa que también le gusta el abrigo y las tres nos reímos, esta vez, el muro del tiempo se ha derribado.

Yo, la más tímida de las tres, he tomado la iniciativa y he comenzado la conversación, aunque haya sido con algo absurdo. Gabriela, la que cuidaba de las demás cuando éramos pequeñas, es la que se derrumba más fácilmente ante el dolor de la perdida. Y la pequeña, Lara, se anima a decirnos que estamos iguales que a los 6 años.

No es la primera vez que la muerte de alguien vuelve a todos más humanos y une a personas más que la propia vida. Y se llora, y a veces se ríe pero sobre todo, se recuerda. Y como en todos los recuerdos, solo nos acordamos de lo bueno, de lo que nos hizo reír, divertirnos, ser la persona que somos ahora. Y nos damos cuenta que cada una tiene unos recuerdos diferentes. Ellas me recuerdan como la caprichosa que siempre se enfadaba, no como la tímida. No sabían que odiaba a las arañas y a las lagartijas, ni que aprendí a montar en bicicleta en una sola tarde porque las dos ya sabían montar. Gabriela no nos corregía, simplemente nos protegía. Las historias de miedo no se las inventaba, sino que las leída durante la semana y las aprendía para contárnoslas el fin de semana. Y Lara, la pequeña, quería parecer mayor, como nosotras, por eso siempre intentaba conseguir nuestra admiración siendo más atrevida y la primera en hacer las cosas.

Caminamos en silencio hacia el cementerio para despedir a la abuela, posiblemente, con su último deseo cumplido.

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