Allí llegaba Juan, fiel a su compromiso. Durante los tres últimos y largos meses no había fallado ni un sábado. Era duro y a la vez sencillo; tan solo tenía que ir a recoger a Luis, su sobrino de 7 años, llevarle al parque y permitir que se evadiera jugando y correteando tras su balón. Tenía que hacerlo, se lo debía sobre todo a…
–Vamos Luis, ¿estás preparado?– le instó Juan desde el umbral de la puerta de la casa de su cuñada, con el ánimo de un vendedor de enciclopedias que ansía hacer su primera venta. El aroma a hogar le impregnaba, ocultando su verdadero olor, el olor a soledad que inundaba su propia casa–. Hay que darse prisa antes de que llueva.
–¡NO QUIERO!– gritó Luis desde su habitación–. Hoy me quedo viendo la tele.
–Vamos Luis, no seas así– le increpó su madre que sujetaba la puerta de la entrada.
–¡El tito no sabe jugar al fútbol! ¡Papá sí que sabía!– Aquello hirió a Juan.
–Por favor Luis, ponte la bufanda azul que hace frío y sal ahora mismo, si no…
Por fin apareció, cabizbajo por el pasillo y portando su balón bajo el brazo. Juan, al verle, no pudo reprimir una lágrima que se enjugó rápidamente; aquellas facciones le eran demasiado familiares: su cara alargada y sus ojos pequeños pero muy vivos. Al llegar a su altura intentó cogerle de la mano pero el crío le rehuyó bajando las escaleras corriendo. Juan se despidió de su cuñada mostrándole una forzada y triste sonrisa, ella únicamente alcanzó a hacer una mueca al intentar devolvérsela.
Al salir del portal, Luis le esperaba en la acera y juntos se dirigieron al parque. El día era gris, muy gris, con una espesa niebla que humedecía sus caras.
–¿Has visto la película de Bambi?– le preguntó intentando salvar esa distancia tan incómoda para ambos. Su sobrino, siguiendo sus pasos y sin dejar de mirar el suelo, no contestó–. Es muy triste al principio, sobre todo cuando muere la madre de Bambi. Pero termina bien: se convierte en un ciervo adulto y feliz gracias a unos buenos amigos que le acogen: animalitos de distintas especies.– Luis levantó la mirada un momento y le brindó una mirada ausente de emociones.
Al llegar al parque, el crío no tardó ni un segundo en hacer rodar el balón por aquel húmedo césped. El pequeño corrió por allí y por allá dando patadas a aquel balón descolorido por el uso; incluso simuló regatear a adversarios invisibles. Juan, por su parte, se posicionó entre dos árboles, a modo de portería, contra la que el pequeño empezó a chutar una y otra vez, intentando conseguir su objetivo: batir a su tío. En uno de los intentos consiguió darle un buen punterazo al balón, haciendo que éste superara a Juan. Cuando el balón describía su particular parábola, detrás de la ficticia portería, ajeno a lo que ocurría, un mendigo dormía plácidamente en un banco de madera. El atuendo de aquel personaje era acorde a la estación: un abrigo gris muy oscuro que le quedaba grande, un pantalón negro muy sucio y unos deslustrados zapatos negros. Estaba boca arriba, estirado a lo largo de aquel banco, con una mugrienta mochila a modo de almohada; sobre su abultado estómago las manos reposaban cruzadas, como si se tratara de un cadáver debidamente colocado dentro de su particular ataúd.
El balón bajaba a cámara lenta mientras Juan lo seguía con la vista, confirmando la trayectoria. Impactó de lleno en la pálida cara del mendigo, despertándole de súbito. Éste se levantó conmocionado del banco de madera, soltando mil y un exabruptos por su boca, provocando que Juan despertara de su particular trance y saliera corriendo detrás del balón a la vez que le pedía perdón. Sus disculpas, por supuesto, no fueron suficientes como para que aquel mendigo cejara en su empeño de terminar con toda su retahíla de insultos. Juan, por su parte, reconociendo que sería imposible aplacar su ira, decidió agarrar a su sobrino y huir de allí. Y así lo hizo.
–Tío, yo no…– balbuceó Luis apesadumbrado.
–Lo sé, lo sé. Ha sido un accidente.
Alejado unas decenas de metros, Juan comprobó cómo el vagabundo volvía a su posición original; “Mejor así; que siga descansando.”, pensó.
Llegaron a una nueva y desierta explanada, donde reanudaron su particular partido. El muchacho, creyéndose mejor que su tío, volvió a patear el balón y, esta vez, fue a parar a un profundo agujero preparado para albergar un gran árbol que, tendido a un lado, esperaba ser replantado. Juan urgió a Luis para que no se acercara y se introdujo en aquel hoyo recién cavado; tendría metro y medio de profundidad y otro tanto de diámetro. Lanzó el balón fuera del agujero y, al intentar trepar, se resbaló y cayó a todo lo largo dentro del agujero dando un chillido.
Luis, al escucharle, se asomó al agujero. Viéndole allí tumbado, inmóvil, le gritó asustado: “¡TITO, TITO, ¿ESTÁS BIEN?!”. Juan, al oírle, se levantó y alcanzó la superficie de un gran salto. Su pelo, su cara, sus manos, su ropa y sus zapatos estaban cubiertos de aquella húmeda y pegajosa tierra. Justo cuando intentaba deshacerse de ella, la lluvia hizo acto de presencia.
–Luis, creo que se ha acabado el juego por hoy, tenemos que volver antes de que llueva más fuerte. Tu madre se enfadará si llegamos empapados. Además, mira como me he puesto, tengo que cambiarme.
El crío le observó contrariado, recogió él balón, se aferró al brazo de su tío y, brindándole su mellada sonrisa, le dijo finalmente: «Sí, vamos. Creo que mamá tiene ropa de mi papi guardada que creo que te valdrá.»
Mientras volvían a paso ligero, Juan miró de soslayo a su sobrino y las lágrimas se le escaparon sin control, pero esta vez fue la lluvia la encargada de disimularlas, desprendiendo también la tierra de su ropa a medida que se hacía más intensa.
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