Aún se sentía forastera en aquella ciudad. Apenas unos meses antes había llegado, escapando de la desesperanzadora postguerra; esa contienda fraternal que había hecho añicos cualquier posibilidad de ser feliz en su amada Cádiz. Añoraba el rumor del mar y el olor a salitre; añoranzas que crecían al saber que no estaba próximo el regreso.
Sin embargo, un mundo desconocido alimentaba su curiosidad: chilabas que convivían con modelos traídos de París, colmados con estanterías llenas de productos exóticos, automóviles de los que solo había oído hablar en la radio, el olor penetrante de las especias que invadía todas las calles. Un universo de caras desconocidas, alejadas de la melancolía y la penuria peninsular.
Su tío le había conseguido un trabajo en una tienda de unos conocidos en el centro de la ciudad. Un matrimonio malagueño que llevaba años allí y se había convertido en lo más parecido a una familia para ella. Los pucheros del domingo, sentados en su mesa, rodeada de sus cuatro revoltosos hijos, hacían que el desarraigo no ocupara más espacio en su corazón.
Mientras pasaban las semanas, el número de peninsulares que arribaba iba en aumento. Adivinaba en los ojos de los recién llegados ese sentimiento de indefensión que experimentó tiempo atrás. Era fácil reconocer su alma vulnerable y desolada; ese sentimiento que les conectaba al cruzar las miradas. Poco a poco se tejían redes de solidaridad entre todos los que compartían la esperanza de volver, algún día, al país que dejaron atrás.
Así llegaron a su vida Paco y Angelita, el matrimonio malagueño, hijos de militares. Y Maruja, una alicantina pizpireta que trabajaba de modista y estaba prometida con Jaime. Desconocidos entonces, que con el tiempo se convertirían en padrinos de sus hijos.
Una tarde, cuando ya había cerrado la tienda y emprendía el regreso a casa, oyó a sus espaldas una voz masculina que decía: Pilar, ¿no te acuerdas de mí?
A Carmen se le encogió el corazón al oír ese nombre: Pilar.
Se giró con inquietud. Frente a ella un hombre apuesto, con un enorme parecido a Clark Gable, la miraba con sorpresa. Carmen le preguntó circunspecta si le conocía de algo y cómo le había llamado.
El doble de Clark Gable se acercó. Le contó que era Antonio, que acababa de llegar a la ciudad y que lo mejor que le había podido pasar desde que empezó la guerra era haber vuelto a encontrarse de nuevo con aquellos ojos celestes.
Carmen negó conocerle.
Él le contó que cada tarde mientras ayudaba a su tía en la joyería, esperaba verla pasar con sus libros camino de la academia de Doña Antoñita. Nunca se atrevió a hablarle porque esa mirada le arrebataba el habla; pero cuando su tía murió y sus abuelos lo llevaron a Ceuta, prometió que las palabras le brotarían si alguna vez la volvía a encontrar. E inesperadamente había llegado el día de cumplir su promesa. Las palabras brotaron y brotaron casi hasta el portal de Carmen. Y él la esperó cada día a la salida de la tienda para contarle cómo había sido su devenir desde aquella joyería hasta volver a encontrarse.
Carmen tardó semanas en hablar. Escuchaba sin ser capaz de confesar que ella ya no era Pilar.
Una tarde, bajo la lluvia, le pidió a Antonio que le dejara hablar ese día a ella. Había llegado el momento de abrir su corazón y contarle lo que pocas personas sabían: cómo se había desdibujado Pilar y se había convertido en Carmen.
La madre de Carmen, una mujer avanzada a su época, se había enamorado de su profesor de la universidad. Don Manuel, un hombre infeliz en su matrimonio pero extremadamente conservador, tampoco pudo evitar lo que su corazón le marcaba. De esa historia clandestina acabó naciendo Pilar, una niña deseada y feliz, que creció con el amor de sus padres, a pesar de los rumores de la ciudad. Durante años, Pilar no entendió el porqué de algunas miradas, ya que creció ajena a los chismes maledicentes.
Cuando su padre murió, su viuda y sus hermanastros la sometieron al escarnio público, obligándola a dejar de su usar el apellido que le dio Don Manuel. En ese momento, la niña feliz Pilar se desdibujó y nació Carmen, con otra identidad, borrando todo su pasado para eliminar el profundo dolor de la pérdida de su padre y de su propio yo. Desde entonces sintió la vergüenza por haber sido fruto de un amor real.
La verbalización de este dolor y de la travesía que había vivido desde ese despertar de su adolescencia borró las cicatrices de su cuerpo y la unió para siempre a Antonio.
Aún cuarenta años después, cuando me contó esa historia, brillaba el mismo enamoramiento en sus ojos. Un amor que la vida le dejó disfrutar solo durante veinte años pero que le llenaron de tanta felicidad que fue Antonio quien le anunció en sueños que la hora de volver a reunirse estaba cerca. Esa hora que ambos esperaron una mañana de febrero.
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