Como el humo del viejo tren

Como el humo del viejo tren

Santa Isabel número doce, segundo centro. Ese fue mi domicilio hasta que tuve más o menos diecisiete años.

Era una calle de las de antes, de los años setenta, con bares, talleres, panaderías e incluso una herrería. El recuerdo más vívido sin duda es el de su olor, y no, no es el del pan caliente recién horneado, ni siquiera el del almacén de piensos anexo a nuestro portal. Es el olor a gasóleo de los camiones Pegaso que arreglaban en los talleres, en plena calle, justo debajo del edificio. Era tan intensos los gases que desprendían sus escapes que cerrábamos las ventanas para evitar que cortinas, sofás y el resto del piso se contaminaran con tan desagradable pestilencia.

Salir a la calle se convertía en una aventura. Los camiones, enormes para un crío de seis, siete años, aparcados en la calle, eran sometidos a la cirugía de los mecánicos que tumbados bajos sus tripas, blasfemaban ante la insistencia de un tornillo en no ser aflojado, o por los continuos goteos de aceite que resbalaban por sus caras. Unas quejas que parecían salir de las entrañas de esas gigantescas moles de acero, pues lo único que veíamos eran las piernas sobresaliendo debajo del chasis, como si esas bestias estuvieran devorándolos. Piernas embutidas en ennegrecidos buzos, alguna vez debieron de ser azules. Piernas que debíamos de sortear e incluso saltar ya que invadían la estrecha acera, cuando íbamos a comprar a la tienda de ultramarinos, o a la panadería de la señora Matilde o cuando jugábamos a polis y cacos después de clase con nuestros bocadillos en la mano.

Pero si hay algo fiel a la idiosincrasia de nuestro país eso son los bares, y os aseguro que había unos cuantos en mi calle y en las aledañas.

Los domingos de verano los solíamos pasar en el campo, buscando lugares tranquilos en los que pasar las sofocantes jornadas estivales. Pero en invierno, cuando el frío llamaba a la puerta, los domingos transcurrían en casa entre juegos y programas de televisión en blanco y negro. Llegada la hora del partido, las ocho de la tarde, cuando el fin de semana no daba para más, mi padre que no era aficionado al fútbol se ponía el abrigo y me decía —¿me acompañas a dar una vuelta? —, por supuesto mi respuesta era —Sí —. Salir a dar una vuelta era como un rito iniciático a esa arraigada costumbre norteña del chiquiteo.

Los bares de entonces poco o nada tenían que ver con las modernas cafeterías de hoy día. La mayoría eran bodeguillas donde el penetrante olor a vino lo inundaba todo, incluso la calle, y el intenso aroma a tabaco nos daba la bienvenida. Locales con solera por partida doble; por los años que tenían y por la mugre que acumulaban en todos sus rincones. Eran bares que tenían su aquel, lugar de encuentro de amigos que sentados al fondo, en largas mesas, entre bocado y bocado, trataban de arreglar el mundo a golpe de porrón.

De vuelta a la rutina, al lunes, la calle se veía de nuevo invadida por los enormes Pegasos, las piernas sin cuerpo debajo de los camiones, el intenso humo y las miradas a hurtadillas a los calendarios de mujeres desnudas que forraban las paredes del taller.

Volvía el lechero con su furgoneta Citroën, haciendo sonar el claxon estrepitosamente a modo de aviso. Poco a poco se iban congregando alrededor las mujeres, algunas con bata y rulos en la cabeza con sus cazuelas o cueceleches. —“Ponme un litro Manolo”—. Todo un ritual el de las madres hablando entre ellas antes de volver a sus quehaceres.

Cercana a casa discurría la vía del tren. Las locomotoras circulaban por una trinchera, a unos seis o siete metros por debajo de donde disfrutábamos de nuestros juegos, que no dudábamos en interrumpir cuando oíamos la campana que hacía sonar el maquinista al pasar por debajo del puente. Corríamos por encima de la trinchera en pos de aquella maravilla que propulsada a carbón lanzaba al aire una densa masa de humo negro hasta que desaparecía en el horizonte. Cuando mi abuelo me dijo que aquellos cables que estaban poniendo a lo largo del recorrido del tren, eran para que la electricidad impulsase las locomotoras, ansiaba el día de poder ver aquello. ¡Un tren movido por electricidad! Pero llegado el momento la decepción fue mayúscula. Yo creía que al igual que con el carbón las locomotoras expulsaban su negro vómito en forma de espesas volutas negras, las maquinas eléctricas lanzarían chispas azules y anaranjadas a través de esos cables, como las que veía fascinado en la forja que había frente a nuestra casa, cuando el herrero martilleaba con ahínco los incandescentes metales que salían de la fragua.

Y como olvidar el parque. Ese que nos vio dar nuestras primeras pedaladas y las primeras patadas al balón. Juegos que con el tiempo abandonamos por aficiones más propias de la edad. Allí, a la sombra de los enormes abetos, castaños y plataneros, nos graduamos en chicas y rock and roll, escuchando nuestras canciones favoritas en el enorme loro, que puso banda sonora a besos robados, miradas cómplices, otras no tanto, desencantos amorosos y confidencias al oído de tu mejor amigo.

Ahora, mi antiguo barrio se ha ido amoldando a los gustos del mundo moderno y las viejas tascas, algunas sobreviven fieles a su filosofía, se han convertido en bares veganos, los talleres desaparecieron hace muchos años, su lugar lo ocupa una moderna bodega urbana y la vía del tren ya no se ve. Quedó soterrada porque hacía daño a la vista, pero mis recuerdos se abren paso como las malas hierbas, a través de los resquicios del hormigón para no olvidar de donde vengo y evitar que se diluyan como el humo de ese viejo tren.

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