RAYUELA (Entre el cielo y el infierno)

RAYUELA (Entre el cielo y el infierno)

Liliana Ebner

20/02/2017

Ayer, paseando por un barrio porteño, me sorprendí al ver a unos niños jugar en la vereda.

Los tiempos han cambiado, la inseguridad se ha instalado, los niños ya no juegan a los antiguos juegos, ya no ríen a carcajadas que suenan como trinos en las esquinas adoquinadas.

Ahora los niños son prisioneros, no solo de la inseguridad sino de la tecnología, de las compus y las tablets, de los celu y los video game.

Cada día más solos, cada día comparten menos, no saben hojear un libro, todo está en google.

Pero no quiero separarme de la visión que me trajeron.

Jugaban a la rayuela, danzaban y brincaban cuando llegaban al cielo o al infierno.

<<La vida es como una rayuela>>—pensé instintivamente.

—<<A unos les toca el cielo y a otros el infierno>>

Algunos parecen nacer en las entrañas de la tierra, donde no existen colores ni fragancias, donde todo es negro, donde la luz siempre está apagada.

Donde manos perversas y libidinosos ojos nos arrancan del vientre de nuestra madre para arrastrarnos por el fango, destruir nuestra niñez, robar nuestra inocencia, para condenarnos a un viaje sin retorno en el subway que desgarra la oscuridad de las cavernas y que nunca llega a la estación CIELO.

Esos son los que conocen el infierno, los que se queman con su fuego y sus llagas, esas que nunca curan, que por momentos se admiten, por momentos se olvidan, siempre supuran.

Otros llegan con la felicidad dibujada en el rostro, suspendidos de un arco iris de colores, rodeados de caricias.

Son los elegidos, a los que la vida llevará por caminos menos intrincados, son los que no conocerán verdugos, los que sólo sabrán qué son vejaciones y abusos, por notas periodísticas o informes médicos.

Estos son los que, como en la rayuela, tocan el cielo, viajan en avión rodeados de nubes de algodón, observando como los rayos del sol juegan a las escondidas, encendiendo colores y ofreciéndoles un futuro lleno de matices e ilusiones .

Pero a unos y otros la vida los junta, en un vecindario, en una vereda, en el compartir el juego de la rayuela.

En las calles de mi ciudad, como en todas, cientos de personas transitan a diario. Algunas con trajes de costosas telas y relucientes zapatos de buen cuero. Deambulan también otros mendigando, en un país que fue granero del mundo, que estuvo entre los primeros en educación, que vio nacer a célebres hombres y mujeres de todas las órdenes. Pero la pujanza de un país se debilita día a día con las erróneas políticas.

Entre esas personas que encontramos en la calle, están ellos.

¿Cuántos años tendrán? ¿Cómo se llamarán? ¿No hay familia?

Tal vez no, pero tampoco hay Estado.

Me recuerdan personajes bíblicos, por eso los llamaré, a ella María, que por la tersura de su piel, no debe tener ni 20 años. A él le diré José, tal vez la misma edad, sin trabajo ni documentos.

Están juntos, María y José juntos en este infierno, enfrentando de la mano la miseria de sus vidas, abrazándose para no pensar en ese dolor que se clava en el estómago y se llama HAMBRE.

Y allí duermen, en una calle cualquiera. Tienen todo prolijito, como si se tratara de una casita sin techo, ni puertas, ni ventanas, una casita imaginaria donde no hay nada, solo ellos, su amor, y ese hermoso niño al que llamaron Nemyan, que significa lleno de energía y creatividad.

Nemyan, 14 meses, huésped privilegiado del hotel con más estrellas en el mundo, miles de estrellas, que tapizan su techo.

Él aún no sabe que es un niño de la calle. Es feliz correteando por las veredas, recibiendo la sonrisa de quienes por allí pasan, recibiendo alimentos, golosinas. Pero no sabe que todo eso es limosna, porque no hay trabajo, porque no tiene hogar.

Nemyan no sabe que, como dice un poema, cuando sea grande se dará cuenta que nunca fue niño. Que la ducha tibia fue llovizna de verano, que sus juguetes fueron alguna lata arrojada, algún perro pulgoso sin dueño. No sabe que, posiblemente sea un ser sin futuro, que se criará en la calle.

¿Dónde está el Estado? ¿Será que los que lo componen pertenecen a otra clase de humanos? ¿Tal vez provengan de una casta donde Adán y Eva no pecaron, y entonces viven en el Paraíso?

Y él tampoco sabe, que su pequeña madre tiene el vientre redondeado porque dentro de poco, esa casa de paredes transparentes desde donde ven pasar el mundo, albergará otro pequeñito ser, que al igual que él, nunca será niño.

Qué pena saber que esa dulce sonrisa, se tornará en amarga mueca, que esa dulzura dará paso a resentimiento, que esa mirada será turbia y triste.

¿Qué será de Nemyan y de su hermanito? ¿Existirá el milagro de que puedan crecer sanos en estas condiciones, sin atención médica, sin alimentación balanceada, sin equilibrio emocional?

¿Cuántos Nemyan tenemos, que recorren las calles en busca de algo de pan?

Y salvo un puñado de piadosos que le compran facturas y pan calentito y algunos que les dan dinero o algo de comida, parecen invisibles ante los ojos de otros.

¿Dónde están los poderosos, los que quieren un país grande, los que pregonan salud y educación, los que hablan de pobreza 0?

Nemyan no los conoce, sus padres tampoco.

¿Aparecerán algún día y les ofrecerán la ilusión de un futuro?

Yo creo que muchas veces la fuerza de nuestros deseos convierte las utopías en realidades. Espero que Nemyan y su familia tengan un mañana, que no terminen siendo parte del paisaje diario de una céntrica y concurrida calle (Rivadavia) de una ciudad de este mundo.

La historia de Nemyan es testimonial, es una de nuestras miserias, pero PRESENTE en muchas ciudades el mundo.

Y con esta imagen, emprendí mi camino, pensando que nuestra vida es igual a la rayuela: Infierno y Cielo.

FIN

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