Normalmente se podía adivinar el día de la semana por el baile de sombras que la ventana proyectaba sobre la cama de Ernesto. La procesión de cabezas en una misma dirección anunciaba domingo, pero esta vez, a martes y gorra en mano, las sombras se conducían por la sala de estar hasta la habitación de mis padres.

Lo peor vino al día siguiente, esa noche Padre nos prohibió llorar delante de ella. Tendríamos toda la vida para hacerlo, pero ahora no podíamos dejar que se fuese con miedo, que viera que nos las arreglaríamos. Concentrado en cumplir la orden no pude arrojar una palabra, sólo me tumbé a su lado y ocupé todos mis esfuerzos en intentar quedarme dormido antes de que lo hiciera Madre.

Hasta entonces sólo contaba con una cándida aproximación a esa experiencia, lo que en vísperas me había servido de ensayo fue el recuerdo de la muerte de Costa, un viejo galgo al que un día de julio se le dio la vuelta el estómago y Padre, contrario a reparar en gastos veterinarios, ahorcó en una encina de la era ante la atenta mirada de sus tres hijos.

Recuerdo el olor dulzón de su sudor que, envuelto en la corriente, inundaba la casa los días de limpieza general. Logró, no sé cómo, convencer a Padre de que me quedase a ayudarla al menos esas mañanas. No me necesitaba, pero era incapaz de verme cargar con una escopeta. Marta y yo pasábamos las mañanas probando a acertar monedas en el jueguito de café o dibujando indios en el polvo.

En mi último día de limpieza construimos un fuerte con las sábanas sucias de la colada, las mismas que encogían el corazón de Madre y la obligaban a mirar para otro lado. Entre las blancas murallas el volumen de nuestras voces se redujo hasta un soportable croar, del que emergían aisladas risas y grititos de pellizcos por hacernos con El puesto de Mando. En la intimidad del fuerte conté a Marta cuánto lo odiaba por haber matado a Costa y cómo me dormía por las noches pidiéndole a Dios que algún día corriera la misma suerte. Ella estrelló sus ojos aterrorizados contra los míos y me suplicó que no dijese esas cosas, que sólo era un estúpido perro, que yo no tenía ni idea de lo que Padre era capaz de hacer. Al ver la mueca de rabia que se dibujaba en mi cara hizo un gesto, agarrándome y apretando su cuerpo contra el mío, que consistió en proyectar una especie de risa o soplido desesperado en mi pelo, como un estornudo, como si estuviese apunto de llorar. Adivinó mi intención de arrancarle una confesión y me dijo que yo era lo que más quería en el mundo y que nunca dejaría que yo la mirase así, como lo hacía Ernesto desde entonces. Decía que sólo tenía que aguantar unos años y que si se sosegaba, quizás podría tener, algún día, una familia. Puede, incluso, que dos hijos tan buenos como nosotros.

El otoño que Madre murió él comenzó a pasar algunas noches en la perrera. El ritual consistía en encender la radio y, cigarro en boca, sentarse a escribir una carta en el banco junto a la jaula de Costa. Cada sábado por la mañana iríamos al cementerio, depositaría cuidadosamente la carta encima de la tumba, sacaría una cerilla de una caja con el logo del bar de Tino y le prendería fuego al papel. Nunca pudimos leer ninguna, pero en la dilatación de sus veladas se deducía un progresivo aumento del esmero. Con la práctica, la melancolía que cada sábado nos sepultaba se fue trocando en un llano y minucioso cultivo del pudor con el que acompañábamos la jornada.

Ernesto odiaba con toda su alma el sonido metálico de la radio, que sólo tranquilizaba las noches de Marta. Yo lo que no podía soportar era verle allí, junto a su jaula. Tratamos de convencerlo de que comprara un televisor para ver, por fin, de viva imagen, los partidos del Real Valladolid. Mentando el sudor de su frente declinó la propuesta y nosotros callamos para siempre.

Por aquel entonces ya era «El viejo». Su llanto desconsolado embalsamó el silencio de la perrera. Nunca le había visto llorar, ni siquiera por su esposa, y ahí estaba, hecho una braga, en la mano el collar del galgo que tiempo ha. Desde mi posición se alcanzaba a leer una frase: «en el momento que corté la cuerda sólo acerté a ver una lamentable figura en el negro de sus ojos, era yo arrebatándole la vida para siempre. Pero qué hice, Adela.»

Después nos fuimos de casa, nos casamos, tuvimos nuestros propios hijos, descubrimos que la simiente avara germinaba también en nosotros. Padre empezó a visitar las jaulas con más asiduidad y con una lógica menos discernible. Marta asistió a un interminable desfile de borrachos, papeles secundarios que siempre terminaban en instancias policiales o en Urgencias. Acabó haciéndose cargo del viejo, aunque nunca dejó de estarlo.

De vuelta a casa tras la segunda operación de cataratas de la pequeña Lula, recordé el episodio de la carta y por qué no, si ya no era ni una sombra de aquel hijo de puta. Marqué el prefijo y, después de tantos años, pronuncié las palabras. No recordaba a ningún galgo llamado Costa, tampoco la tarde en la era. Comprendí entonces que jamás en su vida había mirado a los ojos de ningún perro. Le prometí que le visitaría más, que todos lo haríamos, un día iríamos al campo del Pucela los dos juntos.

Uno de tantos viernes Padre asistió con diligencia a su cita epistolar. Escribió hasta en tres ocasiones el nombre de Marta, quiso incluir la palabra «perdón», no lo hizo, luego murió en el pasillo con la radio puesta y vendimos la casa a una pareja de ancianos que convirtieron la perrera en un cuarto de juegos para su nieto Manuel y los dos mellizos, que aún estaban por venir.

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