PERDIÓ EL BRILLO DE SU MIRADA Y LA SEGURIDAD EN LOS BESOS

PERDIÓ EL BRILLO DE SU MIRADA Y LA SEGURIDAD EN LOS BESOS

Esa mañana, preparaba la maleta para marcharme de vacaciones, no recuerdo dónde, nada hacía presagiar lo que ese día luminoso lleno de ilusión de finales de julio, nos depararía. Era sábado por la mañana y, me faltaban por comprar algunas cosas para el viaje.

Sara, mi hija pequeña se levantó y se tumbó en mi cama, mientras yo doblaba ropa para meterla en el equipaje. Serían alrededor de las 12, y entre risas y consejos durante mi ausencia, me dijo:

__ Mamá, he quedado con Juan para devolverle sus cosas, lo hemos dejado, ya no aguanto más la situación, discutimos y, esta es la última pelea que hemos tenido. Esta vez va en serio.

__ ¡Pero hija!, contesté, lo que me interesa es que tú estés bien. ¿Me tengo que preocupar?

__ No, no mamá, ¡vete tranquila!, él me recoge en la estación de Aranjuez con el coche, vamos al pueblo, le doy sus cosas y, se acabó.

Sara vivía conmigo aún, pero los fines de semana lo pasaban juntos y se iban a la casa del pueblo, siempre que podían. Yo respetaba su libertad con tal de verla feliz, tenía 21 años responsables y maduros y, había acabado su carrera de Magisterio Infantil.

Casi todos conocemos lo que es el amor con esos abriles idílicos y atontados. No me opuse en ningún momento a esa relación, el chico parecía ser buena persona y, estaba integrado en la familia. Les había visto discutir en alguna ocasión y, no me gustaba la actitud bravucona ante ella, quizás se controlaba ante mi presencia. Mi hija le plantaba cara y, al día siguiente oía sus risas, como si no hubiera pasado nada. Hasta ahí, todo dentro de los cauces del enamoramiento y discusiones típicas del “estado de estupidez transitoria”, como bien lo definió Ortega y Gasset.

Ella se fue a su encuentro. Puse una colada y me marché con el coche para terminar de ultimar algunas cosas. A las dos horas y media, aproximadamente, me sonó el móvil, me aparté a un lado y atendí la llamada, y escuché a mi hija, llorando, desconsoladamente, el corazón me ahogaba al oír su llanto clamoroso:

__ Mamá, mamá, mamá ¿Cuál es el número de la Guardia Civil?

__ ¿Qué pasa? ¿Os ha ocurrido algo con el coche?

__ Mamá, mamá, mamá ¡socorro!

Se cortó la llamada sin saber qué había sucedido, y permanecí shock unos segundos intentando entender. Su grito me partió el corazón y, comencé a sentir gran temor. La incertidumbre de la duda me golpeaba la cabeza y me oprimía el alma, sentía que algo, que no podía controlar me desgarraba en mi interior. Marqué su número varias veces, pero no obtuve respuesta y, el último intento ni señal dio, tras lo cual, intenté conectar con él, pero nadie contestó. Con los nervios fuera de mi piel, no sé cómo pude llegar a mi destino, el pié me temblaba tanto en el acelerador que no era capaz de seguir conduciendo. Aún así, llegué, como pude a casa de un amigo, con quién iba a partir al aeropuerto. Desde su casa, llamábamos, insistentemente, a uno y a otro de los móviles, sin obtener respuesta. Nos disponíamos a llamar a la Guardia Civil cuando mi amigo recibió la llamada de Juan, comentándole que no pasaba nada, habían tenido una acalorada bronca que Sara estaba bien y colgó.

Yo seguía insistiendo para hablar con mi hija y, al no conseguirlo, llamé a Amanda mi otra hija, ¡que por suerte! estaba en su casa, ella se había independizado hacía unos años. Antes de llegar a recogerme, me sonó de nuevo el teléfono, temblando atendí la llamada, era un vecino, Julián, y me dijo:

__ Mary, estate tranquila, Sara está en mi casa. Está bien.

Ante mi obstinación, rayando un alto grado de locura, y mi insistencia en hablar con ella, me trasmitió:

__ Sara, ha podido escapar y se ha refugiado en mi casa. Ha venido la Guardia Civil, a él se lo llevan detenido, le están esposando.

Entonces, le grité como una posesa:

__ ¡Y mi hija! ¡Mi hija!, ¿Dónde está? ¿Qué le ha sucedido?

__ Nada grave, para lo que podría haber sido, otra pareja de la Guardia Civil, la llevan al Centro de Salud, para que la exploren los médicos. La han tenido que sacar, agarrotada, de debajo de la mesa de mi casa, nada más entrar se refugió ahí, no podía caminar del pánico que ha debido vivir. ¡Doy gracias!, por haber estado y abrirla, cuando llamó a mi puerta.

Su novio, nada más pasar a la casa del pueblo, le arrebató las llaves encerrándola y, se ensañó, propinándole puñetazos y patadas, tirándola contra el suelo, donde siguió agrediéndola, hasta que en un descuido, ella le arrebató las llaves y huyó despavorida a la primera casa más cercana girando la esquina, pudiendo ganar unos segundos antes que él la encontrara.

Fueron los cincuenta kilómetros más largos de nuestras vidas. Al llegar nos dirigimos al Centro de Salud. Una Guardia Civil estaba con ella y con el médico, otro estaba esperando fuera para tranquilizarnos. Pasamos a la consulta y, al verla sentí miles de puñales clavados en mi corazón. Tenía un corte en la cara, un ojo morado, perforación del tímpano por las patadas, golpes en las costillas, los brazos llenos de contusiones, un estado de nerviosismo indescriptible y, su mirada perdida, en algún recodito lugar, inaccesible. El doctor le había administrado tranquilizantes y relajantes para poder tratar sus heridas.

Las heridas físicas curaron con rapidez, el oído tardó unos meses, las heridas psicológicas han perdurado durante más de siete años. No pudimos abrazarla, renunció a nuestros besos y se ponía a temblar si lo intentábamos.

El paso de los años está restituyendo, lentamente, en su rostro una media luna tímida cuando sonríe, curvada hacia sus ojos, que comienzan a brillar, tímidamente, de nuevo. Ya acepta nuestros abrazos y besos en los que nunca hubo golpes, sólo amor.

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