Un diminuto rayo de sol llega por la ventana, y me obliga a cerrar los ojos un rato más, la noche fue dura. Todas esas imágenes en la cabeza repitiéndose, esas voces, los saludos, los abrazos, las lágrimas de todos y los deseos de que todo vaya bien allí, en aquella tierra lejana de la que tanto se habla, la que tanto trabajo y paz promete. Abro los ojos y fijo la mirada en la ventana, con sus vidrios repartidos y las cortinas blancas, perfectamente cocidas por las manos de mi esposa unos años atrás.

Me levanté, sintiendo la presión de la noche en mi espalda, los nervios no son buenos amigos del sueño. Oía voces al otro lado de mi puerta. Mi mujer y mi suegra estaban levantadas, esperándome para desayunar. Me senté en el borde de la cama, mirando hacia afuera, demorando los minutos, demorando mi partida, perdido en mis pensamientos. Mi corazón latía con fuerza, con esperanza y con angustia.

La vida y el destino hoy me obligaban a tomar esta decisión. De abandonarlo todo por un tal vez. TAL VEZ allí todo sea más fácil, TAL VEZ allí todo esté en paz, TAL VEZ allí podamos olvidar el dolor de una guerra entre nuestros hermanos españoles y empezar una vida mejor, sólo tal vez. Veintiséis años enfundados en un tal vez.

Me vestí con la ropa que mi esposa había dejado la noche anterior lavada y planchada sobre el respaldo de una silla blanca con asiento de paja junto a la puerta de la habitación.

Mi esposa. Solo pensar en ella me hace temblar hasta el más pequeño músculo de mi cuerpo. Esa mujer había aparecido en mi vida para cambiarla por completo, y todavía no terminaba con su tarea, mi destino estaba a punto de modificarse para siempre. Mis costumbres, mis amigos, mis hermanos, hasta el cielo sería otro en aquella tierra. Ascensión. Ella llevaba en su vientre algo más que los nervios y la angustia de dejar España, llevaba a nuestra pequeña beba. La primera alegría que Argentina nos daría sería la llegada de esa niña que animaría nuestros días en un país ajeno a todo lo nuestro.

Me senté a la mesa, en una especie de estado de trance. Mi suegra había preparado café para los tres, rodajas de pan tostado para el desayuno y dulce de tomates que ella misma había preparado. Comimos, cada uno inmerso en sus pensamientos. De pronto, pensé en mi madre. Una mujer de baja estatura con mirada cálida, que supo darnos a mis seis hermanos y a mí el amor de un hogar, comida de madre y ropa limpia y prolija. No recuerdo haberla visto sonreír muchas veces. No me obligó a ir al colegio, pero siempre repetía “Hay que ser honesto hijo”. Me enseñó muchas cosas, al igual que mi padre Vicente.

El día comenzó. Partimos desde nuestra pequeña casa en el campo, tomamos un sendero de tierra, algo desarreglado y estropeado por la lluvia de la noche anterior y luego un camino empedrado que nos llevó directamente al centro. Todos viajamos en silencio, cada uno con pensamientos y sensaciones diferentes. No me atreví a decir una sola palabra en ese momento, sabía que tenía que decir algo que hiciera más agradable el viaje, pero no pude, no tenía palabras alegres o amables en ese momento, simplemente no estaban. No hablaba pero pensaba, pensaba y agradecía en silencio. Mucha gente fue la que nos ayudó.

En el camino pasamos por la Iglesia del pueblo. Tuve que pedir que nos detuviéramos. Frenamos, me bajé del carro y mi cuerpo se frenó allí, frente a la escalinata que conducía a la puerta. Cerré los ojos y varios hombres gritaban al ritmo del trabajo y volví a sentir la aspereza de los ladrillos que puse en esa construcción. –Dios, ayúdanos– pedí en silencio, bajando la cabeza. Decidí subir las escaleras, llegué a la puerta, una imponente puerta doble de madera. La admiré y acaricié las paredes como si fuese un niño al que abandono. Aquel lugar fue testigo de mi unión eterna con ella. Allí dije SI con la convicción de un gladiador. Entré. Allí estaba, imponente, elegante, tal cual como la había visto la última vez que había entrado. Yo era parte de aquella iglesia. Mi esfuerzo, mi trabajo y una parte de mi corazón estaban entre las paredes. –Dejé mi huella aquí-, pensé. –Mis hijos vendrán, tal vez mis nietos, y sabrán que yo trabajé para levantar estas paredes y amurar este techo. Tal vez cuando sientan estas paredes, miren este campanario, echen un vistazo al altar o escuchen al coro, me sientan, me recuerden, me entiendan- Recé una pequeña oración en silencio y salí.

Lo único que pude hacer fue obligarme a mirar, observarlo todo, recordar cada detalle de aquel lugar que formó parte de nuestras vidas. Quise recordar cada aroma y cada sonido. Viajé mirando por la ventana, aproveché para observar los campos al costado de la carretera, los cultivos, las acequias. Mi tierra, mi querida España pasaba rápido frente a mis ojos.

Imponente, elegante, antigua, ruidosa y hermosa. Barcelona. Un miedo profundo me inundó el cuerpo, aquella gran ciudad impactaba a cualquiera que hubiese vivido en pequeños pueblos o en casas de campo. Mi estómago se encogió cuando me di cuenta que esa noche ya no la pasaría en tierra española, sino en altamar en busca de mi nuevo destino.

Al cabo de una hora, estábamos subiendo al hermoso y moderno transatlántico.

Ese día, me convertí en emigrante

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