Cicatrices que nunca sanaron

Cicatrices que nunca sanaron

Laura F.C

28/11/2018

Los mejores momentos que habitan en mi memoria son de cuando era niño, cuando el amor de mi madre era mi mayor goce, cuando los sentimientos oscuros no plagaban mi memoria. Intenté ser diferente a lo que soy ahora, pero las monedas de chocolate no compran el amor ni la libertad.

Yo fui joven, y jugué, y baile y reí, pero eso ya se desvaneció hace mucho tiempo.

Era el tercero de 4 hermanos, el controlador Luis, el tímido Emanuel, el inquieto Rafael, y la dulce Ester. Así nos pintaban los vecinos, así nos creíamos nosotros.

De casa humilde, de vida simple, así éramos felices. Mamá trabajaba confeccionando ropa y David, en una fabrica. Amábamos a nuestro padre, o a quien creíamos que era.

En retrospectiva, ¿Qué es lo que más recuerdo? Un día de noviembre, próximo a las vacaciones. Jugabamos con Emanuel en la calle con la típica pelota gastada y añeja que aguanta todos los partidos. El sudor bañaba nuestra frente por el intenso calor, el partido termina, me aquejo por perder, pero nos vamos juntos a buscar algo refrescante que beber. Cuando entramos a la casa mamá nos sirve agua y nos quedamos charlando con Luis que llegaba de la escuela.

Pasados unos minutos llega David, nos saluda como es normal, todos respondemos menos Luis, que parecía molesto. David le reclama la mala educación, pero él sigue en la misma postura desafiante.

-Te he dicho que me saludes Luis- dijo David sin rodeos

-No saludó a bastardos como tú.

Los gritos no se hicieron esperar.

-No pienso saludar a un infeliz que roba de su propia casa el dinero para comprarle regalos a sus amantes, ¡te he visto! ¡He visto como tocabas a esa mujer! Infeliz.

-¡Nadie me habla así, mucho menos tú, niño engreído!- gritó David descolocado

-¡ni siquiera eres mi padre para gritarme!

Y cayó el primer golpe que dio David a uno de nosotros, le siguió otro, y otro y otro. Mamá trato de detener la violenta escena, sin resultados.

Quedé de piedra, fue el inicio de lo que desencadenaría la violencia familiar que llevaría al suicidio de Emanuel y al aislamiento de Ester.

Hubo un momento, que dividió mi infancia de mi edad inestable y fue cuando vi llorar a mi madre.

Yo me aleje de David, nos contestábamos, peleábamos, nunca estábamos en paz los dos más de 5 minutos.

Habré tenido 9 años cuando, un día que estábamos solos en casa, mi madre me dijo

-es suficiente Rafael

-¿De que hablas Lorena?- me había levantado enfadado, y molesto, la llame por su nombre

-Ya no podemos seguir viviendo así, no aguanto más esta tensión constante en la casa, es suficiente. Y todo es tu culpa, por no cooperar en la convivencia.

-¿¡MI CULPA?! ¿Tu escuchas lo que me estas diciendo?- decía con el picor característico del llanto en mi garganta, indignado por sus palabras

-¡¡Decide ya Rafael!! Si amaras a esta familia, intentarías llevar las cosas de manera tranquila. Sabes que te amo y a tus hermanos, pero estoy harta, de ti, de tus contestaciones, tus malos modos. ¿¡Que diantres quieres que haga con tu padre y contigo?!, ¿quieres que, cuando se canse, te mande a un internado lejos de mí? Eso estas consiguiendo Rafael, dañarnos a todos.

Yo no conteste, pero la espina de la culpa quedo grabada en mi corazón, si ella hubiera sabido cuantas cosas yo me guardaba para su felicidad, si me hubiera comprendido, aprendido a ver el esfuerzo que hacia todos los días y las lagrimas que derramaba en la noche con mi almohada.

– solo quiero que sean felices- mis lagrimas brotaban de mis ojos, caprichosas a salir. Me fui lejos, no recuerdo donde, ni por donde, pero me fui muy lejos de esa casa.

Crecí, con dolor y rencor en mi corazón, tapados solo por banales buenos momentos, con una mascara ante mi familia, y preso de mis propios sentimientos. Nunca me sentí plenamente libre. Incluso después del divorcio de mi madre y David. Se que debería haber tratado de entenderla, de perdonarla a ella y a mi mismo, pero mi orgullo nunca me dejó y la vida me alejo de los caminos de mis hermanos y de mi madre. La cicatriz que quedo en mi alma, mi pobre alma de niño dormido que no pudo ser plenamente feliz, se estanca con los recuerdos agridulces y me hacen tener miedo, aún ahora de adulto. ¿es posible temerle al mismo miedo?.

Yo hoy me encuentro solo.

Nunca fui libre, hasta hoy, que me desahogo desde la penitenciaria de Leavenworth que piden este informe para reporte psicológico, de el recluso 123, Rafael Castiel Leuvuco. Condenado a perpetua por asesinato en 1er grado. Buscando mi propio camino a mi aceptación.

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