Recuerdo a mi abuelo paterno, a quien sus 26 nietos cariñosamente le decíamos Papá Guillermo, como un valiente campesino. Se dedicaba al cultivo de cebada, trigo y avena en los potreros aledaños de su casa finca ubicada en las afueras de la ciudad de Bogotá. Para el año 1904, cuando nació, la capital tendría alrededor de 100.000 habitantes, y llegar a ella era atravesar por entre inmensas zonas verdes llenas de vacas, cultivos de hortalizas o sembrado de flores que comenzaban a inundar la sabana, dándole empleo a quienes vivían de laborar en ella.

Hombre serio, dedicado a su esposa y a su familia, compuesta por 8 hijos, cuatro hombres y cuatro mujeres.

Verlo parado junto a uno de los costados de su molino de agua era para mí un placer. El poder extraer tan importante líquido del subsuelo era un reto para regar sus cultivos, dar de beber a sus animales y además tener agua para suplir las necesidades de su hogar. Recuerdo esas 18 aspas color plateado que hacían parte del molino de agua que se movían al compás del viento. Él las contemplaba recostado en uno de los soportes que estaban clavado en el suelo. Siempre vestía pantalón color beige, camisa a cuadros, cinturón marrón, que combina con sus zapatos y sombrero de fieltro.

Uno de los más mágicos instantes era cuando me invitaba a recorrer sus sembrados en cada una de las etapas de crecimiento. Yo iba sentada en el platón de atrás mientras él conducía su carro gris. Me explicaba las características diferenciales entre el trigo, la cebada y la avena. Sus procesos de germinación, crecimiento y desarrollo. Acariciaba los granos de éstos cereales y me contaba acerca de sus usos y sus derivados.

Disfrutaba su casa y sus matas de geranio rojo. Jugaba ajedrez con sus hijos, prendía la chimenea y comía esponjado de curuba con una taza de té, acompañado de quiénes llegaran los domingos en la tarde a visitarlo, siendo esto su máxima felicidad. Les ofrecía un aperitivo con una cerveza fría y un brindis por la vida junto a su esposa. Fue un hombre trabajador que supo gozar la sencillez del día a día, además de decir un “SÍ” a los retos que ella le traía. Siempre tuvo una sonrisa dibujada en su cara a un, “bienvenidos a nuestro hogar, sigan y se sientan”.

¡Me hace falta mi abuelo!

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