Muy lejos de “El bosque encantado” o de “Nunca jamás” sucedió esta historia en la que el hada madrina cambió la vida de una princesa. Todo comenzó una mañana de Agosto del año 1959 en una casita débilmente construida a mitad del campo; el radiante sol y el agresivo viento de temporada golpeaban fuertemente los cafetales aledaños y a los cafeteros que desde muy temprano se encontraban trabajando. El dueño y constructor de la casita fue llamado por su esposa para tomar el desayuno, y en su último sorbo de café escuchó dentro de la casa un sonido extraño que fue apagado al instante.

—Rosa, ¿Ahora tenemos gatos? —preguntó él.

—No que yo sepa —respondió su esposa, que luego giró la cabeza y llamó a su hija mayor con voz en cuello—, ¡Carmen, mija¡ ¡Venga le pregunto una cosa!

La muchacha de 24 años, salió muy pálida de la casa hacia la cocina que quedaba unos metros retirada de la construcción principal.

—Dígame, mamá ¿Qué necesita?

—¿Ahora también trajo gatos? —le preguntó severamente—, porque ya nos tocó aceptarle lo de la niña que se dejó meter, pero no más, a nosotros nos regalan la comida.

—No mamá —dijo poniéndose más pálida—, yo no tengo gatos.

—Pero yo lo escuché clarito —intervino el papá levantándose de la mesa.

—No papá —insistió—, yo no…

El sonido se repitió, pero esta vez no sonó como un gato sino como lo que realmente era: el llanto de un bebé. Los padres se miraron entre sí con los ojos abiertos y sin poder pronunciar palabra alguna.

En efecto durante los últimos seis meses Carmen había portado todos los días una ruana bastante amplia para ocultar su embarazo, su segundo embarazo. Y no se supo nunca cómo hizo para tener a la bebé sin que nadie se enterara del parto, nadie más que su primera hija de cuatro años, Julia, quien había secundado cuidadosamente a su mamá durante las últimas semanas. Carmen nunca reveló el nombre del padre de Julia y como era de esperarse tampoco quiso revelar el nombre del padre de su nueva bebé, y no solo porque no quisiera sino que tampoco estaba segura, pues en ese momento se las arreglaba para salir con dos muchachos de las casas vecinas al mismo tiempo, cosa que no tardó en saberse. Sus cuentas apuntaban a que el padre era Luis, su novio (oficial) y el que estaba por proponerle matrimonio, pero la bebé, Ana, había nacido con el cabello color zanahoria como Uldarico, su otro novio (no oficial).

Esa mañana en la que sus padres descubrieron todo el asunto, Carmen detuvo más de una hora a sus padres para ver a la bebé, y no solo por el color de cabello de la niña, sino porque también tenía una pequeña condición médica que no sabía explicar y tampoco tenía idea de cómo tratar: los pies de la bebé apuntaban en dirección contraria, totalmente hacia atrás. Como era de esperarse en cuanto Rosa la vio, rompió en llanto inconsolable, y su esposo, Lionso, alzó a la pequeña con una mezcla de ternura, rabia y dolor, pues pese al problema de sus pies, aquella niña era hermosa y sus cabellos como el fuego le recordaron instantáneamente a su pelirrojo mejor amigo, hermano de su esposa, quien había muerto varios años atrás en un desafortunado incidente.

Unas semanas después, varios acontecimientos cambiaron el curso de la historia:

Los cafetales ya no daban ni siquiera para el sostenimiento de la mitad de la familia, pues Carmen era la mayor de seis hermanos y los problemas no se hicieron esperar.

La propuesta de matrimonio de parte de Luis llego a mediados de Septiembre, pero con la condición que debía deshacerse de sus hijas… Carmen aceptó.

Una visita inesperada los sorprendió una tarde a comienzos de Octubre, Clementina, la hermana menor de Rosa llegó desde la capital con dinero y comida para su familia. Fue recibida como si fuera parte de la realeza y también fue informada de la situación de su sobrina.

—No, no, no ¿Y usted qué está pensando, Carmen? —Le preguntó Clementina con la voz entrecortada por la impresión y la rabia—. Es que ellas no son perros que se regalan así porque sí ¿A dónde las va a mandar?

—Tía, es una casa confiable en el pueblo. La señora dijo que…

—Mire, puede ser la casa del cura, pero no sea infame, las niñas no tienen la culpa de que usted sea una loca sin sentimientos.

—Pero…

—Pero nada ¿Dónde están las niñas? Las quiero ver antes de que… —no pudo terminar la frase.

En cuanto la tía Clementina entró a la habitación de Carmen, vio a Julia, una niña vivaz de cabello como la noche y una sonrisa incomparable y en sus brazos a Ana, la pelirroja inocente que también le recordó a su hermano muerto. Una cachetada bastó para descargar el enojo que sentía hacía su sobrina, y regresó rápidamente con su hermana que hacía la cena en la cocina.

—Rosita… no puedo con esto —le dijo casi llorando.

—¿Y qué hacemos Clemita?

—Yo me las llevo.

Y sin pensarlo mucho, empacó las pocas prendas de ropa de las niñas en una maleta, y en la tarde del siguiente día, se encontraba entrando a su modesto hogar capitalino con algo más que recuerdos y maletas: sus nuevas dos hijas a los 38 años. Compartía apartamento con su prima hermana, Paulina, quien no tardó en enamorarse de las niñas también. Clementina que nunca se casó, se hizo oficialmente su madrina y prometió cuidarlas con su vida, darles el futuro que merecían y por encima de todo, prometió que haría lo necesario para que Anita pudiera caminar como todos los demás, y tras catorce duras cirugías de pies y rodillas, Ana fue una hija (ahijada) excepcional, estudió y se convirtió en una gran profesional de la educación, así como en una excelente mamá, mi mamá.

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