A se lleva mal con su perro. O, mejor dicho, no se lleva. Ambos mantienen una relación de calculada indiferencia: ni hostil ni cordial; correcta, aunque recelosa. Sus contactos se deben a la confluencia de intereses, como dos países que no son aliados ni enemigos, pero coinciden en los foros internacionales y compiten por hacerle la pelota a la gran superpotencia.
La superpotencia en cuestión es T, la hija quinceañera de A y dueña oficial del perro. T ama a los animales con furia vegana y a su perro como a sí misma, amen. El perro lo sabe y A sabe que el perro lo sabe, lo cual genera una larvada competencia donde A lleva las de perder, porque T es el ojito derecho de papá, y eso lo saben todos (A, T y el perro).
Se da la circunstancia de que, si bien el perro llegó a casa por capricho de T, es A quien lo saca a hacer sus cosas tres veces al día. El ritual se repite siempre con precisión matemática. El perro husmea las esquinas, los arbolitos raquíticos, las ruedas de los coches; de tanto en tanto levanta una pata y deja una muestra. En un momento determinado se detiene y adopta esa postura. Acto seguido, A tiene que agacharse con su bolsita negra. Es una cosa humillante, y el perro lo sabe, y A sabe que el perro lo sabe, porque mientras él se aguanta el asco y recoge la masa blanda y templada el perro le mira con suficiencia, como un alto dignatario que ve meter la pata en público al presidente del país rival.
El sábado pasado la tensión alcanzó su punto álgido. Contra el criterio de A, T dio al perro pastel de chocolate, de modo que ese día en lugar de tres veces, el chucho necesitó salir siete. Harto, A juró que si T no se comprometía a sacarlo de ahora en adelante, lo mandaba a la perrera. T protestó amargamente ante tamaña injusticia, salió del comedor dando un portazo y se encerró en su cuarto (con el perro). A comprendió que esta batalla también la había perdido, y decidió revisar su estrategia.
Ayer por la tarde, A llegó a casa con una cesta en brazos y entró sin llamar en la habitación de su hija. Desde la alfombra, el perro le dirigió una mirada altiva. A apoyó la cesta y sacó de dentro un gatito persa, todo pelusa blanca y ojos azules. T, maravillada, lo acarició. El minino le lamió la mano con su lengua rosa y emitió un maullido encantador, que selló el amor entre adolescente y gato.
Entonces A miró al perro y le vio observar la escena con los ojos llenos de una pena líquida, infinita. Y supo que había ganado, y supo que el perro lo sabía, pero la victoria le dejó un regusto triste, culpable, como de almendras amargas.
Esta mañana, A y su perro han salido de casa para el primer paseo del día con la actitud conciliadora de dos países que, tras perder la misma guerra, se saben condenados a entenderse.
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