Mi bisabuelo, la muerte y la pasión

Mi bisabuelo, la muerte y la pasión

Mi abuelo Chus, en su versión de niño de 5 años, vió morir a escopetazos a su padre que, acorralado, sujeto contra el suelo familiar, descorazonado, rabioso, avergonzado, trataba de no dirigir su última mirada al escondite de sus 7 hijos y su esposa, forzadamente mudos, congelados de espanto.

No fue una muerte gloriosa, a pesar de lo que dijera el periódico local.

Murió con la pena infinita de saberse observado por aquellos de quienes siempre se había erigido protector invencible.

Murió traicionado por los hombres del pueblo, con quienes días antes había mantenido una relación casi más afectuosa que cordial.

Traicionado por la hija de la muchacha, a quien literalmente habían criado, y que fue quien indicó el lugar exacto de su escondite,

Os preguntaréis qué pasional entuerto provocaría reacción tal en sencillas gentes de un pueblo anadaluz. ¿Cuán grave y morbosa debió ser su falta para invertir la simpatía de todas esas buenas gentes en odio puro, mortal?

La pasión, que es la fe ciega y activa en algo o alguien, es, en su estado natural, íntima.

Es una suerte de locura autoargumentada y personal, muy poderosa y que llega a transformar a los individuos en fieras avarientas y ciegas. Los hace romantizar y obsesionarse con su objeto amado hasta el punto de que el resto de la realidad se difumina y disipa, y la vida parece poco sacrificio por él.

Los crímenes pasionales son todo un género novelesco y no suelen carecer de enseñamiento, alebosía, irracionalidad y magnetismo.

Pero la pasión puede ser también aritificiosamente colectivizada, y lo ha sido, durante siglos, renombrada en «fe» por la Iglesia.

Sabedora de su poder, no había podido menos que tratar de inmiscuirse en la política, pero a mediados del SXIX, a consecuencia del golpe duro y certero de la Ilustración, empezaba a recular.

Ya había quedado patente, no obstante, que para ejercer el poder legítimamente era necesario un motor de pasiones colectivizadas, que residiese en la comunidad y el amor fraternal. Esta vez no serían etéreos y universales, si no selectivos, concretos, con arreglo a identidades perfiladas por frontera, idioma, cultura y sentimiento: Había nacido el el nacionalismo, que transformaría la sociedad, la historia,y millones narraciones familiares, profundamente y para siempre.

El nacionalismo es pasión. «Nación» es un sustituto de «Dios» para quienes beben de él. Cuida, representa, identifica, une, hace feliz.

La idea detrás es que aquellos que comparten la misma idea de nación que tú, son tus hermanos, aunque no los conozcas ni sepas nada de su vida anterior.

Lo mismo con los que no la comparten, que de pronto pasan a ser tus enemigos, aunque los conozcas, y hayan sido tus hermanos durante su vida anterior.

A mi bisabuelo lo mataron a sangre fría convecinos suyos con quienes se había respetado y apoyado hasta el momento en que España fue partida en dos mitades por el hacha de la guerra civil.

¿Se hallaba en el lado equivocado, en el bando equivocado? Se que muchos se irritarán por esta afirmación, pero No hay bandos equivocados en una guerra. Los dos lo son.

La guerra tiene su propia lógica, distanciada delas vidas «de a pie», pero necesita de éstas, asique droga a sus militantes de ambos lados con la pasión, sentimiento oscuro, opiáceo, ya peligroso en dosis individuales, pandémico en su consumo colectivo.

Mi bisabuela Concha, recién enviudada, rota por el dolor y la estupefacción, salpicados su rostro y el de sus hijos por las gotas “del papá” que se escurrían entre las juntas del techo no fué, sin embargo, pasional…esperó.

Solo podía esperar. El pueblo entero se entregaba a los delirios de la pasión n(irr)acional (de uno u otro bando) allá a fuera, y estaba claro que la suerte no estaba de su lado.

Esperó casi un mes. Salia de su escondite una vez al día, de noche, para rebuscar los restos de comida que hubieran podido dejar y limpiar, iluminada por la luna, el charco de sangre de su marido. Esta tarea le hacía pensar, como dice en sus memorias “en esos momentos para mi, lo mejor hubiera sido morir, Pero estaban los niños, asustados y tristes.” Aun no entiendo como pudo contener a 7 chiquillos desolados y hambrientos en una habitación durante tanto tiempo. Ella resuelve esta cuestión equiparándolos con ángeles.

Ya no quedaba comida (ni nada)en la casa. Era mejor, así no tenían que oír a los saqueadores repartirse el botín familiar, ni jactarse del asesinato del señorito. Pero temía que los niños se desvaneciesen y empezó a aventurarse al huerto, de cuya tierra reseca arrancaba lo que podía.

De pronto un día, voces, pasos militares, pelotón…

Se habían enterado de su escondite. Mi bisa se sintió extraña al formular esta frase antes de desmayarse de nervios:

“Si tienen cascos azules estamos salvados, si son rojos, cerrad los ojos muy fuerte y abrazaos”

Aunque mas extraña debió sonarles a los niños, familiarizados con los colores pero aún no del todo con su profundo calado simbólico.

Eran azules.

Sobrevivieron, y volvieron a Valladolid, pero perdieron casi todo lo que tenían. Y habían perdido a Pepe. La familia,como tantas otras, estaba rota sin que los miembros que de ella quedaban alcanzasen a comprender bien por qué.

Se hizo un arreglo, típico por aquel entonces, que consistía en juntar dos familias rotas cuyas piezas ausentes fueran complementarias. Así, mi bisa y sus 7 hijos convivieron durante años con el cuñado de ésta, que se había quedado viudo y tenia otros 5 hijos de los que no sabia cómo hacerse cargo.

Dice la gente que desde entonces mi bisa dejó de ser una mujer normal, terrenal, y que empezó a iluminársele un halo, y ya sólo hablaba y hacía para servir a los demás y sembrar bienestar. Sus ojos, aseguran los que los vieron, se tornaron de un gris perla, tan profundo, triste y afilado como esa mañana de noviembre en que todo acabó para Pepe, y no hacia mas que empezar para Chus, su hijo, mi abuelo.

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