En el entierro de mi cuñado pellizqué a mi sobrino en el culo. El chaval se giró y me dio una hostia con su manaza de veinte años bien abierta. En todos los morros me dio. Meses después, con tiempo para pensar, es fácil decir que fue un error, que mejor hubiera pellizcado a mi sobrina: mi dentista tendría miles de euros menos y yo conservaría los dientes que mordisqueaban el culo de Claudia hace treinta años.
Más o menos esto le contaba a mi psicólogo en nuestra primera cita, antes de que él pusiera sus sucias manos a escarbar y a escarbar en mi culpa, antes de que doblara mi billete de doscientos euros, lo guardara en el bolsillo de su bata blanca, y me acompañara a la puerta. Yo salía de la consulta muy encendido. Muy rabioso. Iría a comprarme un anillo, un reloj, cualquier cosa. Iba a entrar en la joyería cuando un pájaro chocó contra su escaparate y cayó al suelo. El pájaro tembló un par de veces, sus alitas temblaron un par de veces, y dejó de funcionar. La alarma sonó y todos me miraron. Solo llevaba un par de días limpio y aquella era la señal que necesitaba para volver a meterme.
Quería tratarme la adicción para cumplir mi parte del trato. Yo prometía a mi hijo dejar la cocaína, poco a poco, y él prometía que no me la robaría nunca más. Parecía lo mejor para todos, pero en las primeras sesiones mi psicólogo se obsesionó con darle vueltas y más vueltas al pellizco. Yo me aburría mucho, aquello no iba a ningún lado. Menos mal que mi abogado pronto descubrió que mi psicólogo conocía al psicólogo de mi sobrino, y se nos ocurrió que lo mejor para la familia sería dejarse de mierdas y trabajar en la habilidad del chaval para el perdón. Mi abogado es bueno en pensar qué es lo mejor para mí. Así que los citamos en un bar de las afueras, él se trajo su sonrisa de abogado y, si al principio pusieron remilgos, los psicólogos revelaron ser muy de carne y hueso. Como de la familia.
Hasta ahí yo no estaba cumpliendo muy bien con mi parte. Era consciente. Pero también podía ver que mi hijo no era el puto Messi de los tratos. Mientras, mi cuñada quería que volviéramos a juntarnos todos: yo, sus hijos, incluso su hijo pellizcado, mi pobre hijo, y ella. No nos vemos desde el entierro, me decía. Incluso proponía quedar en la clínica donde los médicos dan drogas buenas a Claudia, mi mujer, para que vuelva a relacionarse con nosotros o con alguien. Mi abogado no lo acababa de ver, así que no fuimos, aunque mi cuñada insistiera e insistiera. Por raro que sea tenemos que hablar, después de todo somos familia. Lo decía, aún me lo dice, con esa voz de pajarito feliz que se le puso nada más enviudar.
Raro no, raro de cojones. En eso ella tiene razón. Yo lo pienso mucho, como pienso en los domingos y en el azar. En plan si no hubiera sido domingo mi cuñado no habría llegado corriendo a mi casa con los calcetines hasta las rodillas presumiendo de lo bien que sudaba a su edad. Un martes o un miércoles yo no hubiese tenido tantas ganas de irme a follar por ahí, de hacer llorar a mi mujer. Pero era domingo, la semana había sido mala, yo no quería ir a ver a mi suegra. Sin embargo ahí estaba, con mi resaca, en el asiento de copiloto. Cagándome en Dios.
Claudia, al volante, no cedía: que he dicho que vamos y que vamos. Yo me callé, puse la bolsa de farlopa en el salpicadero y me crucé de brazos. Solo tenía que esperar a que Claudia empezara a llorar. Luego me dejaría marchar. Pero prefirió pisar a fondo y disparar el coche por la rampa del garaje. Más o menos en la puerta coincidimos con mi cuñado, que venía resoplando como si aún tuviera entre las piernas la enorme polla de un semental. Fue un último resoplido gigantesco, grandioso. Me gustaría que reviviera un minuto para contárselo, para volver a ver esa sonrisa suya de grandullón.
No será posible. Su cabeza se espachurró en la luna de mi Aston Martin y el cristal comenzó a parir pequeñas rajitas que empezaron a llenarse de su sangre. Poco a poco una nube, como de tiza, se fue cayendo al suelo. Detrás apareció ella, quieta, nevada, otra vez tan Claudia. Casi vuelvo a enamorarme.
También pienso mucho en mi hijo, cada día pienso más en él. Las cosas no pueden ir peor. Yo quiero acercarme, y él se aleja. Mi abogado dice que es insensible al dinero. Pero no, yo lo niego. Solo sabe que un día todo será suyo. Aun así lo intento, le compro el coche azul que soñaba desde niño, nos subimos y le digo, hijo, solo es una mala racha, vámonos de noche loca. Pero él siempre que no, que si mamá, o lo de papá nos has jodido la vida.
Ni siquiera sospecha que todo es culpa suya. Ni siquiera recuerda que el día del entierro llegó de droga hasta el culo. Era la primera vez que lo veía así, fue una gran sorpresa, aunque yo podía saber bien cómo se sentía. Por eso le coloqué a mi suegra, estaba claro que necesitaba concentrarse en algo. Pero a la primera nausea se me vino abajo, y menos mal que nadie le vio soltar la silla, que también pudieron culparme de eso; porque gracias al pellizco todos enloquecieron, todos me gritaron, nadie reparó que la abuela, en la silla, rodaba y rodaba cuesta abajo; sí, todos me gritaban, mientras yo, sin dientes, imaginaba el futuro de mi hijo drogadicto, y la vieja al fondo, sus patitas asomando por encima de los arbustos, meciéndose en el aire, meciéndose en el aire, como la bandera blanca al final del hoyo dieciocho.
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