Se habían conocido en una de esas aplicaciones de citas, hubiera sido imposible de otra forma. No compartían círculos sociales, ni instituciones deportivas, ni concurrían a los mismos bares ni eventos.

Ella creía en el destino, él en la libertad. Ella en casualidades y él en causalidades. Él amaba la mañana, ella la noche. A ella le gustaba creer, a él reventar.

A pesar de todo esto, cinco años después allí estaba él de rodillas con un hermoso anillo de oro coronado con un diamante en su mano. El tiempo parecía congelado y todos los comensales de aquel «restaurant» a las orillas del mar turquesa miraban desde el borde de sus sillas a la espera de la respuesta. Luego no recordaría la voz de su amada, solo el largo beso salado por las lágrimas felices y el tronar de las palmas de turistas y empleados.

Ya todos los arreglos estaban hechos y las invitaciones enviadas, querían una boda simple pero con mucha comida. Solo faltaba elegir donde celebrar su luna de miel y por eso ella apareció un día en su piso abrazando un gran globo terráqueo.

Jugaron con el mundo por varias semanas sin poder decidir destino. A él le gustaba la playa, a ella la nieve. A él le gustaba el campo, a ella la urbe. A ella le gustaba la tendencia, a él la historia.

Hasta que un día, mientras giraba cansinamente el globo contemplando cálidas latitudes él encuentra un nombre extraño al borde de un isla del Mediterráneo. -¿No es este el apellido de tu madre?- le preguntó a su prometida.

-¡Así es! Que curioso.- contestó ella. -Vamos a «guglearlo» a ver que tal.-

Allí descubrieron que era un importante punto turístico y que ofrecía atractivos para uno y otro. Pero más curioso aún, descubrieron que el nombre de la bahía frente a la cual se erigía la pequeña ciudad llevaba el nombre de la familia de él. En ese instante el destino quedó decidido.

Durante su estadía hablaron con muchos de los locales. Ellos les contaron que alguna vez sus apellidos habían sido muy comunes en los habitantes de la isla. El apellido de él era ilustre, el de ella ilustrado. Incluso se sabía de familias formadas con ambas familias y que durante más de un siglo contribuyeron a la construcción y prosperidad de sus ciudades.

Sin embargo, hacía ya casi cien años que no quedaba nadie con esos nombres. Las continuas guerras y los cambios de gobierno habían obligado a luchar o partir hasta el último miembro. De aquellos solo quedaban unas pocas grabaciones en los portales de algunas casas y los nombres en el mapa.

Dos familias que en algún tiempo fueron el alma de una comunidad se dispersaron y diluyeron por el mundo. Dos familias que eran cientos de familias, de hijos y nietos. De jóvenes tórtolos ávidos por sumergirse en su futuro juntos, al igual que ellos. Y de todos solo quedaban ellos, dos forasteros a días de que venciera su visa.

Ella no se había sentido bien la última mañana de su estadía. Había tenido que ir corriendo a la farmacia por algo que calmara sus náuseas. Cuando salió del baño él contemplaba desde el balcón de la habitación las aguas de la bahía que acariciaban dulce y sistemáticamente la arena de la pequeña ciudad.

Él no creía en legados, ni ella en fantasmas. Pero algo en esa tierra tan extraña y familiar quiso que en ella se engendrara la nueva página de esta historia antigua y casi olvidada. Sosteniendo el test en la mano vio voltear a su nuevo marido con expresión taciturna. Al verla, su rostro tambaleó entre la sorpresa y el llanto hasta estacionarse en una amplia sonrisa. Un beso, un largo abrazo, la felicidad abrumadora. Dos familias que volvían a ser una.

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