¡Mira, no hay nadie! ¡Estamos solos abuelito! , gritó Miriam al mirar por la ventana entusiasmada, pero por el gesto abatido de su abuelo aquello no debía ser algo bueno, aunque a ella se lo parecía, veía el columpio quieto desde la ventana, y la fuente sin esos idiotas que andaban por ahí apropiándose de todos los lugares. Los idiotas que habían llegado con sonrisas y caricias en su pelo por fin se habían ido. Oyó a su abuelo toser en la cocina, haciendo un café y liándose uno de esos cigarrillos tan feos, siempre tosiendo.

Los idiotas decían que venían aquí para siempre, pero bueno, es que pocas veces decían algo que luego hicieran, prometieron al abuelo que lo llevarían al médico un día en su furgoneta, pero en año y medio mi abuelo no se movió de esta casa más allá de la plaza del mercado.

Los idiotas vivían en la casa de Fermín, llegaron unas semanas después de que vinieran los de la televisión y personas del gobierno a vernos y hablaran con el abuelo. Estaban contentos los de la tele de estar aquí, decían que el aire era puro y había mucha tranquilidad, ella les enseñó su bicicleta pero les interesaba más saber qué era lo que hacía, donde estaban sus padres y a cuánta distancia quedaba el colegio, cosas que no podía responder, principalmente porque no sabía las respuestas. Los idiotas llegaron en su furgoneta, y luego vino un camión lleno de cosas, muchas más cosas de las que ella había visto en toda su vida, la mitad no sabía ni para qué servían, pero no tenían tractor y andaban siempre cogiendo el del abuelo. Eran una familia sencilla, así se presentaron. Hicieron mucho el ridículo, plantando patatas dónde no era y segando el prado a diario, aunque mi abuelo decía que no podíamos reírnos de ellos, porque estaban aquí gracias a él, pero él se reía a veces hasta toser sin parar y hasta las lágrimas como nunca lo había visto reír. Nos traían vino y chocolatinas. Hace unos días vino el camión de nuevo y desde ahí el abuelo está triste. Triste y tosiendo sin reírse. Y yo ahora que se fueron empiezo a tener miedo. No hay más que silencio. El burro que tenían también se lo llevaron. Ya es de noche y el abuelo se acostó muy preocupado.

Lo oí toser y llorar, cuando me acerqué me dijo que estaba enfermo y que llamara a los idiotas por teléfono. Cuando contestaron no podía hablar, solo llorar. Me decían muchas cosas cariñosas y que ya venían, no colgaron el teléfono hasta que entraron por la puerta de mi casa, no sé cuánto tiempo pasó pero pareció muy largo, luego todo ocurrió muy deprisa, la ciudad, los médicos, la iglesia del pueblo, no recordaba haberla visto nunca tan llena y es que al abuelo todos lo querían. Entonces me dí cuenta de la falta que hacían los idiotas.

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