Desde la ventana de mi cuarto podía verse la torre semiderruida de la que fuera la iglesia principal de la colonia, situada al otro lado de la calle. No resultaba tan aterradora la vista de la iglesia como lo eran las tumbas abandonadas que la rodeaban, la mayoría de ellas destruidas por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento. De día, junto con mis hermanos, primos y algunos hijos de amigos invitados, todos de nuestra edad, formábamos un equipo que nunca era menor a 6 u 8 chiquillos y jugábamos a recorrer el cementerio asomándonos por los huecos a través de los cuales podían observarse restos humanos como queriendo salir o suplicando ser sacados de aquel lugar donde hacía ya muchos años habían sido encerrados. No era raro encontrar pedazos de fémur semi carcomidos por el tiempo o aun cráneos incompletos. Competíamos a ver quien lograba ensamblar alguna pieza de entre los múltiples huesos que encontrábamos. Como nadie se atrevía a tocarlos, nos ayudábamos de algunas ramas que previamente habíamos recolectado para hacerlo. De noche la cosa era diferente. El terror que nos embargaba no dejaba que nos fuéramos a dormir pues temíamos lo peor. Esperábamos que los seres con cuyos huesos habíamos jugado durante el día, acudieran a reclamarnos esta profanación. Nos pasábamos jugando turista, dominó, barajas y los mas intelectuales ajedréz con tal de no tener que irnos a acostar en alguna de las literas que mi padre, amante del trabajo manual, había fabricado con madera de empaque que compraba a buen precio en el mercado del lugar, Nunca sabré si porque la madera era de segunda o simplemente por el hecho de su naturaleza misma, crujía con cualquier movimiento, haciendo mas terrorifica la obscuridad de la noche. Seguramente en más de una ocasión llegué a mojar la cama con tal de no pararme en medio de la oscuridad reinante y correr apresurado hacia el retrete. Debido a esto, aunque la parte superior de la litera era por mucho mas emocionante a mi edad que la inferior, prefería esta última dado que los colchones consistían en hojas de hulespuma y no quería ni imaginar lo que pasaría con el ocupante de abajo si la necesidad me ganaban o el miedo me inmovilizaba. Como si todo esto no fuera suficiente, durante la cena los adultos gozaban contando historias de terror a las que llamaban «leyendas del lugar» con el fin de darles mas credibilidad.

La casa había sido construida enteramente por mi padre y se encontraba sobre una pequeña colina desde donde al lado opuesto de la iglesia se podía ver una carretera que se enfilaba directo a la colina y unos cuantos metros antes de estrellarse contra ella giraba repentinamente 90 grados a la derecha. Esto tenía dos efectos: por un lado al pie de esta se encontraban numerosas cruces de madera y forja que la gente de los pueblos pone a sus difuntos en el lugar donde ellos perecieron al ser atropellados y por otro lado ocasionaba que por la noche las luces de los autos que circulaban con dirección a la colina iluminaran los cuartos de nuestra casa y se movieran conforme el vehículo circulando se fuera acercando a nuestra casa, empezando por formar un pequeño haz de luz en el techo hasta convertirse en diferentes y aterradoras sombras con movimiento dentro de nuestro cuarto. Recuerdo que en más de una ocasión, al ver que un «alma en pena» aparecía en el pasillo de la casa y se introducía sin piedad hasta mi cuarto, tomaba las escasas sábanas con que contaba y me envolvía totalmente con ellas, rezando porque dicho ser se apiadara de mi y no me arrastrara con él al limbo o a aquel lugar del cual provenía. Por si todo esto fuera poco, los días de paseo nos llevaban a visitar las tan famosas momias de Guanajuato, que a mi edad me aterraban pues yo no entendía porqué todas sin excepción tenían caras y gestos de dolor y sufrimiento y parecían estar dispuestas a propósito con el fin de asustar a los visitantes.

Recuerdo en especial a la novia con su vestido todo roído y manchado por el tiempo o al feto que no llegó a nacer pero sí logro momificarse. Estaban también el policía, el bombero, el novio que murió de amor al no ser correspondido y hasta el mismo enterrador que nunca pensó que terminaría cavando su propia tumba. Lo único que valía la pena de estas visitas eran las famosas «charamuscas» que eran los dulces típicos del lugar con forma de momias y que nos compraba mi papá al salir del museo como recuerdo.

Gozábamos empezando a devorarlas por la cabeza, evitando así que nos vieran comiéndolas como queriendo vengarnos de ellas.

Pero no todo era lúgubre. Había días que disfrutámos visitando lugares como el callejón del beso

el monumento al Pípila,

el Jardín de la serpiente

y el lagarto gigantes de piedra
así como las callejonadas que en época del festival Cervantino disfrutábamos enormemente.

Fué esta una época muy importante de mi niñez, durante la década de los 70’s, cuando todos los viernes pasaban mis papas en su camioneta Valiant azul claro por nosotros a la salida del colegio para emprender camino hacia la Ciudad de Guanajuato. Mi madre había ya preparado una porción abundante de tortas de jamón,huevo revuelto y frijoles con chorizo así como una gran jarra de limonada para no perder más tiempo y llegar lo más temprano posible a nuestra casa de campo en la calle principal del barrio de Marfil a unos pocos kilómetros de la Cd. de Guanajuato en el estado de León.

Hoy , varias décadas después, recuerdo con mucho cariño aquella calle de Marfil en la cual se encontraba nuestra casa y que con todos sus misterios y leyendas marcaron una época muy importante en mi vida y forjaron mi carácter aventurero que hasta la fecha conservo.

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