— ¡Caramba! su perra está muy grande ¿no es brava? No quiero pensar lo que le pasaría a mi Muñeca si su mascota le hiciera algo — me dijo doña Mariana mientras sostenía y acariciaba a su perrita y observaba con recelo a mi Flecha, perra dálmata que triplicaba en estatura a la westy de la señora.

A mi esposa y a mí nos había encantado la pequeña casa que ofrecía en renta, sobre todo por el espacioso jardín que se interponía entre ésa y la de la propietaria, anciana que vivía acompañada de su hija Luisa y sus nietos en la casa principal.

— No creo que haya problema, mire usted, es cosa de dejarlas juntas y observarlas; Flecha no le ha hecho daño a nadie. Al primer indicio de pleito las separamos; además, en un momento dado yo podría encerrar a mi perra en el patio de atrás para que no moleste.

Yo estaba seguro de que mi mascota era incapaz de hacerle daño a la perrita, pero entendía la preocupación de la casera y esperaba que mi propuesta la convenciera de aceptarnos como inquilinos. Finalmente, doña Mariana estuvo de acuerdo con la condición de que Flecha estuviera vigilada por sus dueños cuando la dejaran suelta en el jardín, al menos mientras no se tuviera la seguridad de una convivencia tranquila con Muñeca, que tenía su perrera junto a la puerta de la casa principal. Creo que doña Mariana consideró ventajoso contar con un animal de mayor talla para disuadir de entrar a posibles malhechores.

Tres días fueron suficientes para comprobar que ambas mascotas podían vivir en armonía ya que gustaban de olisquearse, retozar y corretearse por el jardín; incluso compartían la comida de sus platos sin que eso ocasionara conflicto.

Aún no teníamos un mes allí cuando una noche, después de la cena, mi esposa y yo escuchamos quejidos y golpecillos en la puerta de la casa. Conocíamos el momento en que Flecha buscaba la compañía de sus amos, así que me levanté para dejarla pasar. La sorpresa fue mayúscula, pues nuestra mascota llevaba en el hocico, con toda delicadeza, a Muñeca, sujetándola del lomo; el inerte cuerpecito tenía fango. Pensamos que a nuestra perra le había salido la bravura, aunque no se notaban huellas de una agresión.

Lamentamos profundamente lo sucedido y supusimos que doña Mariana se enojaría mucho al ver a su mascota, y que seguramente nos pediría desalojar la casa que tanto nos acomodaba. Se nos ocurrió cambiar las circunstancias de la muerte de Muñeca. Lavamos bien el semirrígido cuerpo y lo colocamos en una posición como si el animalito estuviera echado en el piso. Esperamos a que se apagaran las luces de los vecinos para llevar a Muñeca a ocupar el lugar que acostumbraba en su perrera. Quedamos tranquilos y seguros de que todos creerían que la perrita había muerto al estar dormida, y no como consecuencia de una riña canina.

Al día siguiente, temprano escuchamos gran movimiento en la casa de doña Mariana. No nos extrañó pues imaginamos la consternación que habría causado el hallazgo. Preferimos no salir en ese momento sino hasta que dejara de escucharse tanto ruido, pero lejos de disminuir, el clamor se incrementó, incluso oímos llantos y gritos de Luisa pidiendo un médico. Mi esposa y yo comentamos que era exagerada la reacción de los vecinos y optamos por salir de la casa, evitando ser vistos para no dar lugar a preguntas y situaciones incómodas.

Al otro día también pretendimos esquivar cualquier encuentro; sin embargo, me encontré con el jardinero podando el pasto y me acerqué a él para averiguar discretamente sobre el asunto.

— Qué tal, don Anselmo ¿cómo ha estado?

— Pues requetemal, con lo de la muertita…

— ¿Pues qué sucedió? —fingí.

— Anteayer Muñeca amaneció muerta. Toda la familia se puso muy triste, pero nadie podía adivinar lo que vendría después, ya ve usted…

Me limité a mirar a Anselmo y prosiguió.

— La familia enterró a la perrita en ese lugar —dijo señalando un rincón del jardín— la lloraron mucho y se tranquilizaron. Tal vez usted no sepa pero doña Mariana padecía del corazón, así que, al día siguiente, apenas vio a Muñeca echada donde siempre, no pudo resistir y se desplomó de un ataque. En ese momento estaba con la señora Luisa, ella pidió auxilio pero ya no había nada que hacer. Descanse en paz la patrona.

— ¡Caray! no sabía.

— Nadie sabe cómo, pero amaneció echada otra vez. Ya no quisieron enterrarla, tuvieron miedo de que se saliera de nuevo. Mejor la llevaron a incinerar, como a la patrona.

Haciendo un gran esfuerzo por no expresar nada, ni palabras ni gestos, fui a comentarle a mi esposa lo sucedido. A los pocos días avisé que dejaríamos la casa. Luisa se sorprendió ante mi decisión; inexplicable para ella.

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