Era la hora de la siesta en un pueblo mediterráneo, en plena canícula de un mes de agosto. Las calles respiraban sosiego, a excepción de una pequeña plazoleta donde un niño golpeaba una pelota contra la pared, una y otra vez, y un viejo le observaba desde el banco conjunto, a cobijo de un olmo centenario.
— ¿No están los demás niños por ahí, hijo? —le preguntó el viejo, que apoyaba sus manos sobre un bastón color cereza.
— Están en casa jugando a la videoconsola. —hizo una pausa para chutar— No me dejan jugar con ellos, dicen que soy muy malo… pero si me porto bien me la traerán los reyes. ¿Quieres jugar conmigo?
El niño medía poco más de un metro pero tenía el desparpajo de un adolescente. Era delgado, de ojos y pelo negro, tieso como un clavo. Sus piernas canijas estaban llenas de cardenales.
— Oh… soy muy viejo para eso —dijo riéndose.
— Ya sé. Quédate ahí, el banco será la portería, ¿vale?
— Bueno… pero golpea flojito, ¿eh? No vayas a lesionarme.
Y así, entre chutes y dejándose marcar el viejo la mayoría de las veces, pasaron un buen rato. Cuando el pequeño se cansó, cogió el balón y se sentó a su lado.
— Tengo que comprar otra pelota —dijo rozando las partes descosidas—. Pero antes prefiero la videoconsola.
Tras unos segundos de silencio, el viejo apuntó:
— Cuando yo era niño no había tantos cachivaches como tenéis ahora ni nuestros padres tenían dinero para comprárnoslos, así que nos apañábamos con cualquier cosa —miró al niño y le mostró el bastón—. ¿Sabes qué es esto?
— ¡Claro! Un bastón.
—Sí, y también era nuestra espada. Y si le atábamos una cuerda por aquí —dijo señalando la empuñadura— ya teníamos caballo para galopar. Imaginábamos que éramos guerreros y luchábamos contra un dragón gigante que era este mismo viejo olmo —exclamó golpeando el tronco con el bastón.
— Mi madre me contó que mi abuelo me estaba haciendo un caballito de madera, pero murió y no pudo terminarlo… —dijo el niño con la mirada baja.
— Estoy seguro de que te hubiera hecho el mejor caballo del mundo —le contestó acariciándole el pelo—. Anda ve, es hora de merendar y tu madre te estará esperando. Otro día nos tomamos la revancha.
— Vale, ¡hasta luego! —y de un bote saltó del banco y echó a correr con la pelota bajo el brazo.
Ya en casa, se encontró con la merienda preparada en la mesa y a su madre leyendo en el sofá.
— He hecho un nuevo amigo, mamá, pero es muy malo de portero.
— ¿Ah sí? ¿Y quién es?
— Un señor que estaba ahí en la plaza, creo que era amigo del abuelo.
La madre, extrañada por la respuesta, se asomó a la ventana. Los bancos estaban vacíos pero, en uno, el que estaba bajo el olmo donde ella solía jugar de pequeña, reposaba un bastón color cereza que reconoció de inmediato.
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