El collar de nuestra madre

El collar de nuestra madre

Rodrigo Reyes

15/11/2018

Debíamos cuidarla, como siempre lo hicimos, pero también en las noches dormíamos, como todos. Todos duermen, pero pocos se despiertan con algo como esto. Ella siempre había deseado ese collar, solía pedírselo a nuestra madre y jugar con el mirándose al espejo. Era la menor, ya a sus tres años enseñaba una gran personalidad, todos nos preguntábamos como sería cuando creciera. Dábamos por hecho que crecería.

Como hermana mayor, dormía con las más pequeñas y me encargaba de ellas, mi ayuda era el pilar de la familia. Mi padre no estaba esa noche -como muchas otras- y mi madre dormía profundamente, quizás con ayuda de medicamentos. Nos habíamos pasado el día saltando la cuerda, corriendo, tejiendo, limpiando, estábamos muy agotadas. No imaginamos que ella se levantaría tan temprano.

Me moví un poco en la cama, dormida solía abrazarla, pero no había nada que abrazar. Su aroma seguía presente, por lo que supuse se había levantado recién, no entendía que su aroma aún estaría ahí, durmiendo conmigo cada noche incluso años después. Me levanté silenciosa, lo mejor sería encontrarla y devolverla a la cama, sin que nadie se enterara. Entre las hermanas nos cubríamos para evitar los castigos que iban desde un pequeño golpe a recibir menos ración en la cena, hora en la que siempre estábamos hambrientas. El umbral del dormitorio daba a la cocina, sólo separados por una cortina que hacía de puerta, por lo que pude mantener el silencio, pero ella no estaba. La puerta que daba al patio estaba sin seguro, había que salir por ahí para ir al baño. Pobrecita, pensé que las ganas de orinar la habían obligado a levantarse. Evitando el ruido de la puerta, la abrí lentamente hasta que sentí un golpe ronco sobre una baldosa, corrí hacia el baño mientras escuchaba como se despertaba mi otra hermana, llamándome. No podía atenderlas a ambas a la vez.

La menor estaba en el baño, se había caído desde la silla que usaba para mirarse al espejo, supuse de inmediato que estaba mirándose nuevamente con el collar puesto, pero el collar no estaba por ninguna parte. La tomé por los hombros para levantarla, ella me respondió con unas palmadas que indicaban que el problema era más serio que una caída, sus ojos llenos de lágrimas me suplicaban ayuda. Mi otra hermana llegó corriendo y entendió más rápido que yo lo que sucedía, había un solo lugar donde podía estar el collar: su garganta.

Su rostro se hinchaba, su palidez se enrojecía, sus labios oscilaban con las bocanadas, nada importaba si no conseguía oxígeno. Con sus bracitos rechonchos se golpeaba el cuello, sus dedos buscaban abrirse camino en la yugular. A pesar de su pequeña edad su cuerpo entendía lo que todos entendemos desde siempre, que debemos seguir con vida. Había escuchado que una buena alternativa era abrir un orificio en su garganta para que entrara el aire, con algo filoso podría intentarlo, pero el riesgo de no hacerlo bien era tal, que no logré moverme, me quedé petrificada viendo como la vida se le escapaba. Primero divagué en las alternativas para explicarle a nuestra madre lo sucedido, justificaciones de como no pude hacer nada para evitarlo. Amada madre, pilar de esta familia, matriarca del hogar, juro que si hubiera podido hacer algo por salvarla lo hubiera hecho, etcétera. Mi hermana de en medio, menor que yo, mayor que ella, la abrazaba y no servía de nada por lo que la zamarreó, buscando no se qué. Quizás fuera una acción más lúcida que quedarse mirando, pero siempre queda la alternativa de rogar.

Sus ojos querían salirse de sus cuencas que ya no le daban espacio suficiente para su nuevo tamaño. No podríamos seguir adelante después de esto, la culpa me detendría cada vez que volviera a sentir cariño, sería la última persona que amaría si es que no lograba salvarla. Pero siempre queda la súplica. Si alguien debía morir, mejor sería yo, pero no es tan simple sacrificarse. Si también me ahogaba yo, seriamos las dos. Si me pasaba algo, seriamos las dos. Nuestra madre nos enseñó la importancia de la familia, el grupo por sobre el individuo, mi responsabilidad era cuidar de mis hermanas, la misión que me quitaba el sueño. Menos la noche anterior donde el sueño había dominado todo, a ella no, a ella la había dominado las ganas de tener el collar. Desesperada, la levanté por una pierna, le pedí ayuda a mi hermana para que la tomara de otra, y la movimos bruscamente. Su pequeño cuerpo danzaba como entregándose a la muerte.

Busqué ayuda en el señor, en el espíritu de la perrita que había partido hace un par de semanas, en el de la madre de mi madre, y los que estuvieron antes de ellas, y en los que vendrían, rogué por su salvación llenando de promesas un mensaje que nunca comprendí quien recibiría. Y por una extraña razón, funcionó. Junto con sangre, saliva y vómito, el collar abandonó su garganta. Nuestros gritos se volvieron de agradecimiento. Mientras la abrazábamos y la limpiábamos, yo me desasía en disculpas.

Años más tarde, lo comprendí. Siempre hay un precio a pagar, un sacrificio. Ser familia es eso, el grupo por sobre el individuo. De adultos, ella destruyó toda la unión familiar, incluso colocando a sus hijos en contra de los nuestros. El mensaje fue claro, pero yo no estaba capacitada para entenderlo, por eso rogué por su salvación. Jamás se debe rescatar al cordero que se ha ofrecido en sacrificio. Quizás por eso aquella noche, nuestra madre ni siquiera despertó.

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