“Buenos días, tengo cita a las 11 para un exorcismo vaginal.”

“¿Ana Romero?”

“Si”, Ana sonríe, la secretaria sonríe estirando la cicatriz en la comisura de sus finos labios. “Pasa a la habitación del fondo a la derecha, desnúdate y rellena esta ficha. Elías estará contigo en un momento. Si necesitas pasar por el baño está ahí al fondo”, dice señalando.

“Gracias”, y Ana quitándose la bufanda camina por el pasillo.

En las paredes de la sala cuelgan dibujos de órganos sexuales enmarcados barrocamente, imágenes anatómicas del cuerpo humano, imágenes esquemáticas de un cuerpo cruzado por líneas y puntos de arriba abajo, estanterías marrones atestadas de libros en horizontal y en vertical, un par de relojes de agujas dorados entre los lomos, cortinas naranjas, olor a eucalipto, velas blancas sobre mesillas de palo santo, un retrato de Nietzsche y sobre la mesa de nogal con patas de león una lechuza blanca disecada.

La lechuza la mira escribiendo desnuda sobre la camilla.

Ana escucha los pasos de Elías en la sala y dirigiéndose a la lechuza, comenta: “Estoy limpiando trasteros interiores ¿sabes? Relaciones, las historias que me cuento, pensamientos, hábitos, objetos… he vaciado todos los armarios y he tirado, regalado y vendido… Pero es que tengo un agujero, bueno, en realidad dos, que no he limpiado por dentro. Me gustaría que te metieras ahí y bueno, que sacaras todo lo que sobra…”

Deja entonces que Elías le coloque una mano en la nuca y la ayude a tumbarse. Le pide que cierre los ojos y escuche la música.

¿Qué música?, piensa Ana, mientras Elías se pone a sus pies y la luz de la sala se desvanece. Un halo cálido ilumina su vientre.

“Las valkirias”, dice la lechuza, “Ah claro”, dice Ana y Elías, de entre sus piernas, saca un Drácula de trapo que sorprende saltando de una caja de madera, un hacha de hoja de acero y mango de plástico, esparadrapo, anzuelos de pescar atunes del norte, huevas de esturión en una caja redonda de plata, pañuelos de colores anudados con un par de bolas chinas atadas al final, zapatillas de andar por casa de felpa granate y un ordenador conectado a Netflix. Un par de guantes de boxeo, un calendario chino del 2007, el Arcipreste de Hita y tiras de carne verdosas, una escalera de mármol de una casa de muñecas, una puerta gatera, una cuchilla de afeitar y un palo de hockey, la cruz de madera y el Capital, una espada partida, el galeón con toda su tripulación, disparando veintiún salvas a cañonazos. De la vela un hilo blanco atado a una cadena a un ancla a tres metros de cuerda a las ramas de los nidos de una bandada de miles de estorninos que desde la vagina en sincronizada formación cubren a terapeuta, sala, pasillo y entrada y se van con Ana, una más, a la luz, a las claras, a la fuerza de la mañana.

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