En algún lugar perdido de Zaragoza,
Entramos en el dichoso bar, con las piernas entumecidas por el viaje y con cierto mareo de la calefacción del coche. Nos sacamos las chaquetas y bufandas como el que quita las capas de una cebolla. Levantamos la vista antes de sentarnos echando un vistazo al lugar. Era el típico bar de carretera, con las mismas máquinas tragaperras de siempre, incluso con el expositor de casettes, con reliquias de la música popular y cañí del país. El olor a jamón y tocino flotaba en el aire. Cuadros de equipos de futbol de los setenta, sillas tapizadas en rojo sky. El bar en sí era toda una reliquia.
Pedimos unos cortados para nosotros, unos cafés con leche para ellas. La mujer que tomó la comanda no desentonaba con el lugar, llevaba el mismo look de los de antes. Contemporáneo diría yo.
Para este viaje de vuelta al pueblo con mi hermano pequeño y nuestras respectivas parejas era como un viaje al pasado. Habían pasado más de diez años desde mi última visita. Aquella cita se fue postergando debido a mis idas y venidas por media Europa. Estar allí con mi hermano y con las chicas en aquel inhóspito lugar. Atrás quedaron aquellos viajes interminables, aquellos puertos de montaña viajando en el Seat 1430, aquellos pueblos que atravesábamos por el mismo medio. Las carreteras eran la calles comerciales de los pueblos. La expansión de las autopistas condenaron a todos ellos a ya no ser siquiera de paso, sino a quedar aparcados, olvidados, petrificados.
Mientras pensaba en todos aquellos viajes de antaño, apuré de un sorbo mi cortado para levantarme y pagar en la barra. Los precios de los cafés parecían haberse congelado, como todo en el bar. Era razonablemente barato. Me despidí y me uní al resto que ya andaban colocándose capas de ropa antes de salir al exterior. Nos metimos a toda prisa en el coche. Rumbo a Toledo, esquivando la capital, de la que pudimos vislumbrar a lo lejos una enorme neblina sobrevolando la ciudad, pura contaminación. Pasamos la noche de reyes allá, viendo la cabalgata, comiendo sus ricos bizcochos y contemplando sus iglesias. Perdiéndonos por las callejuelas, como se perdió mi padre hace más de treinta años. El fuerte rudo y formal. Haciéndonos perder la paciencia a nosotros por no encontrar el coche en la vieja ciudad.
Buscamos aquella víspera de Reyes un mirador en concreto desde donde podías ver una bella panorámica acompañada del río Tajo. Mi intención era recrear una foto familiar de aquel viaje, pero sólo mi hermano y yo, colocándonos en la misma posición. La hicimos. La gente nos miraba extrañados, preguntándose el porqué de esas poses, sobre todo la mía, mal encarado. Nos echaban fotos a su vez los turistas. El viaje continuó con paradas en Trujillo, Jerez de los Caballeros, Mérida, Ávila, Segovia… recreando aquellos viajes, sin prisas, pausados, y si me apuras, como aquellos pueblos abandonados, petrificados, como nosotros recreando aquella foto.
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