Volver a andar, a correr, a saltar

Volver a andar, a correr, a saltar

Roger Junyent

11/11/2018

31 de julio. Ya no puedo más. Paso más horas en el baño que fuera. Todo lo que como sale en pocos minutos. He perdido 15 quilos y el médico decide ingresarme. Le advierto que aparte del dolor abdominal me falta fuerza en las piernas y que por la calle he caído algunas veces. No hace caso. En unos días estoy mejor. Visito menos el baño pero me canso más hasta que una tarde caigo en la puerta del aseo, se desconecta el gota a gota y un inmenso charco rojo invade el suelo.

-Estás ingresado para medicarte, no para hacer cama-, dice el médico.

Pero mi cuerpo no aguanta más. El 15 de agosto ya no muevo las piernas. El neurólogo sustituye al digestólogo.

¡Por fin se han dado cuenta que la diarrea no es lo único que tengo!

Entre pruebas y pruebas me adueño de una silla de ruedas del pasillo. Es la única opción para abandonar la habitación y tomar el aire a la puerta del hospital.

Ingresado los días son muy largos y se establecen rutinas. Tras el desayuno llegan dos de mis abuelos, a media mañana viene otra abuela y bajamos a rehabilitación. Ella hace ejercicios con la mano. A mí me sostienen levantado atado a una plancha de madera para que no me caiga. Así evitaré mareos cuando las piernas me sostengan de nuevo.

Por la tarde es el turno de mis padres, mi hermana y otras sorpresas. En el hospital no todos los días son buenos y algunas las visitas pueden ser odiosas. No saben que decirme, no sé qué decirles. Si pudiera me largaría pero las piernas no responden. Y a pesar de esto me doy cuenta de lo que me aprecian muchas personas, incluso algunas que nunca me habría imaginado.

En septiembre los médicos confirman mi enfermedad: síndrome Guillain-Barré. No ando pero tengo suerte. Podría estar en la cama sin mover ni los párpados y hay tratamiento. Con él la cura es rápida pero nadie sabe de plazos y dos semanas sin andar son un infierno interminable.

En octubre me trasladan a la Guttmann, el mejor sitio para recuperarme, dicen, pero la llegada no podía ser peor. En Manresa era la estrella. Aquí, un paciente más y ni si quiera tengo silla de ruedas para dejar la cama. Tras dos días consigo una.

Vuelvo a empeorar. Los brazos flaquean. Repito tratamiento y finalmente el 22 de diciembre llega mi lotería: tras cuatro meses consigo ponerme de pié. Mi alegría no es compartida en la clínica: la mayoría aún tienen que asumir que nunca volverán a levantarse. Me aguanto pero no ando.

Me mandan de vuelta a casa. Toca más recuperación. Voy aguantando más tiempo levantado. Primero doy un paso y me caigo. Después dos, tres, cuatro… Dejo de contar: ya no me caigo. Mi silla de ruedas se va al trastero: tras nueve meses, vuelvo a andar, a correr, a saltar… Nada parece haber cambiado y sin embargo todo es diferente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS