Suena el despertador y empiezo el día con el protector estomacal en la mano. Me aseo, desayuno y tomo mis pastillas. Entre ellas, los medicamentos de inmunoterapia que me ayudan a luchar contra un tumor que quiere sobrevivir en mi pulmón derecho. Tengo sesenta y tres años. Hace nueve, los médicos creían que el cáncer me vencería.

El despertador no suena. No estoy en mi cama, ni en mi casa, sino en una residencia donde realizo rehabilitación para reponer, cuanto antes, las fuerzas que perdí hace unas semanas en el hospital. La bacteria E. Coli me llevó hasta el servicio de Urgencias. Allí, tumbada en una camilla, me rompí la cadera. Durante varios días permanecí enchufada al suero y a la morfina en una habitación de la planta de traumatología. Las sesiones de radio y quimioterapia, para luchar contra tres tumores cerebrales, han quedado suspendidas mientras me recupero de la intervención de prótesis de cadera. Uno de los tres ocupas que habitan en mi cabeza se encarga de que vea la vida escondida entre una inmensa niebla. Las personas que siempre me acompañan en mis batallas son ahora más altas, muy rubias y de ojos azules. Tengo sesenta años. Hace seis, los médicos pensaban que el cáncer me derrotaría.

Llevo un buen rato despierta. El quirófano, una vez más, me espera. Las radiografías mostraban «una lesión» en el pulmón derecho. Así lo llaman ahora, quizás para que afrontemos mejor la batalla que nos espera. El tumor extirpado me arrebata un veinte por ciento de mi capacidad pulmonar. No tendré que recibir radio ni quimioterapia, pero me siento más débil y vulnerable que nunca. No quiero volver a casa ni ver a nadie. Solo quiero estar sola. Tengo cincuenta y nueve años. Hace siete, muchos temieron que había llegado mi final.

Mi despertador sabe, desde hace tiempo, que vivo a contrarreloj. Llevo varios meses, tres días a la semana, ocho horas al día, conectándome a una máquina que me suministra la quimioterapia que puede vencer a mi enfermedad o terminar con mi vida. Mi cuerpo grita ¡basta! Necesitaré un cateterismo urgente para que la sangre de mis arterias vuelva a regar mi corazón. Ocho stents mantienen vivos sus latidos mientras dos tumores metastásicos me despojan de mi útero. Tengo cincuenta y cuatro años. Casi nadie creía que volvería a casa por navidad.

Descubro un pequeño bulto en mi pecho izquierdo. El médico de familia no le da importancia, pero yo sé que la tiene. Me callo y no se lo cuento a nadie porque mamá se muere. Ni alcohol, ni tabaco, ni mala vida. El cáncer, que heredó de mi abuela, también se la llevará a ella. Está escrito, en nuestros genes. Su muerte me amputa el alma. La enfermedad me quitará el pecho izquierdo y, un lustro y medio después, el derecho. Tengo treinta y seis años, nueve batallas y una guerra por delante. Y las ganaré todas…, despierta.

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