Desde el mismo lugar donde ahora está la terraza del restaurante de su hija, Ciro había visto renacer el barrio.

-Un botellín de cerveza en jarra de cristal muy fría, dijo al camarero mientras intentaba adivinar su rostro.

Ahora, piensa, beber la cerveza por el gollete se considera elegante; antes, hacer eso, beber a morro, hubiera sido grosero.

Ciro sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo de tela blanca para limpiar los cristales oscuros, casi negros, de sus gafas; tapaderas, decía él, de unos ojos sin vida. Era el ritual para sumergirse en sus recuerdos.

El olor a leña quemada que venía del asador Braulio’s, hace muchos años se hubiera asociado con incendios, hogueras y miseria.

-Imagínate, dice a su hija, hubo un tiempo en que los envases tenían un precio de retorno; tanto los de cerveza, como los de gaseosa o los sifones, lo que suponía unos céntimos en los zurcidos bolsillos de los chavales. Y las latas de conserva, las de dulce de membrillo en particular, una vez vacías, bien alisadas, planchadas, podían servir para remendar una puerta de madera.

Con pequeños y rápidos movimientos de cabeza para sentir el entorno, las manos apoyadas en el borde de la mesa y los dedos tamborileando sobre ella, Ciro exprimía su memoria antigua, la única que le quedaba.

-Para aceite, la botella de aceite; para vino, la de vino, para vinagre, la de vinagre; para leche, el propio puchero hervidor. Un talego de lienzo para el pan y una cesta para llevarlo todo. Bolsas de papel para la legumbre; papel de estraza para envolver bacalao. El de periódico, consiguiendo que sus bordes simularan blonda, servía para cubrir los vasares de la cocina, para envolver castañas asadas, para meterlo dentro de los remendados zapatos llenos de lluvia, para limpiar cristales de ventanas o para, una vez troceados, colgarlos de un gancho en los retretes.

Antes de dejar la escuela, Ciro ya escondía botellas en los bajos de un edificio alcanzado por una bomba destinada al cercano Museo del Prado. Botellas verdes, blancas y acarameladas; tarros y cualquier casco recogido en vertederos o en los alrededores de tabernas.

-Y, aquí mismo, recuerda, puse mi negocio de compraventa de vidrio que después amplié con chatarra. Una mesa mostrador, baldas con botellas y tarros, una escalera para alcanzarlos y un taburete: eso era todo. Un gran telón formado por la unión de viejas lonas, estampadas de humedades, sujeto al techo y a los negros pilares del local, ocultaba el almacén y el fondo ruinoso del edificio.

-Ahora, dice su hija, ese fondo ruinoso está ocupado por la Kitchen más moderna de Madrid. Una suave catarata, que simula fluir de un lago misterioso, enredada en verdes plantas trepadoras, la separa del comedor que hemos sembrado de esbeltas y cinceladas palmeras vestidas de dorado lamé.

Su hija inventa cada día un nuevo y fantástico decorado para que pueda imaginarlo Ciro.

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