Miró una por una las estancias de la casa, perfectamente ordenadas, sin una prenda encima de las camas o las sillas, ningún papel, lápiz o libro tirado en el suelo, las camas bien estiradas, todo en su sitio.
Suspiró y muy a su pesar echó de menos aquellos días en que a gritos tenía que exigir un poco de orden en aquellas leoneras que eran las habitaciones de sus hijos o en el campo de batalla que era la sala donde estudiaban o veían la tele, o en el cuarto de baño, Dios mío ¡aquellos cuartos de baño!
La casa, como algunos pueblos del interior, se ha ido quedando sin jóvenes, sin ruidos, sin voces… como los cementerios, cómodos y muy silenciosos. Demasiada tranquilidad, pensó.
La vida, ese ciclo de repoblar primero y vivir después la despoblación en el mismo lugar. ¡Ah! pensó. !Con lo que yo deseaba que se independizaran, que se fueran de casa, que vivieran sus vidas! Algunos días no podía con ellos, no daba más de sí para atender trabajo, intendencia, deberes… y otros.
Todo lo pequeña que a veces se le quedaba la casa ¡qué agobio! le parecía enorme ahora en esta ordenada vacuidad y quietud.
Podía leer lo que quisiera cuando quisiera, esa fue la primera conquista de esta soltería de hijos que inició ya pasados los cuarenta. Fue una consecución celebrada por todo lo alto en su interior. Despues pudo salir , entrar , viajar sin ningún problema, luego dejó de comprar y cocinar, total dos no comen casi nada, además… ¡están siempre a dieta!
Y cuando empezó a sufrir los trastornos propios de la edad y otros no tan propios, le empezó a incomodar poco a poco esa casa tan grande que daba tanto quehacer y solo se usaba entera dos o tres veces al año. De repente se sorprendió pensando que quizás se había equivocado, que tenía que haber pensado entonces en este momento porque la vida familiar multitudinaria había durado un instante en realidad.
Cuando pasaba muchos días en su casa despoblada reclamaba a la gente para que vinieran a llenarla. ¿venís ? ¡ay, qué bien, qué bien¡
Pero un día o dos después necesitaba de nuevo que esa invasión acabara pronto. No podía ver todos los jerseys tirados en los sofás, en las sillas. No soportaba los platos sucios por cualquier mesa mientras el lavavajillas estaba en paro. Se moría por un ratito de soledad en su sofá preferido y entonces, solo entonces, entendió claramente aquella frase que les decía la bisabuela cuando dejaban la casa del pueblo tras las vacaciones, despidiéndose con el coche hasta los topes, ya en la puerta:
- – Muaa , muaaa , adiós, adiós, abuela!
- – ¡Adiós, hermosos! tanta paz llevéis como descanso dejáis.
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