El hombre invisible

El hombre invisible

Rafael Boscan

09/11/2018

El primer reto de Rafa cada día -que aceptaba de mala gana y no muy convencido- era mirarse al espejo y conseguirle un toque de decencia a su rostro. Bueno, ya mirarse era un logro: Rafa había desarrollado desde hace años el don de la invisibilidad.

No me malentiendan: no hubo ningún experimento loco al estilo comics. La primera vez que se dio cuenta de su transparencia, fue en un viejo café que, como casi todo en esta ciudad, ya no existe. Ese día intentó durante dos horas que le sirvieran un espresso, y nada. Habló, silbó, gritó, hizo señas como un amante desesperado que vuelve a ver a su amor en un andén ferroviario abarrotado. Nada.

Entendió que el resto de la humanidad -no al unísono, no mediante decreto, solo pasó- decidió ignorarlo. Pensó que era la consecuencia lógica de habitar más en los libros que en la vida real. Que sus amigos eran la Maga y Jean Valjean; que suspiraba por Anna Karenina y Lolita, y el viaje más largo fue el que hizo al centro de la Tierra con Arne Saknussemm.

Decidió entonces que solo podría encontrar solución a su problema con sus pares, con uno en especial. Reunió el poco dinero que tenía y escribió una nota en un pequeño papel arrugado que sostuvo con una piedra en la pequeña choza del muelle donde vivía Ernesto, el viejo marinero mercante que solía ver de niño bebiendo con su padre.

-Ernesto: necesito colarme en el próximo barco a Europa. Te dejo el dinero y el día de zarpar deja la puerta de carga abierta.

Rafa logró colarse en el carguero, y sobrevivió robando frutas de la mercancía que rumbo a España colmaba el barco. En dos semanas atracaron en Algeciras, y de allí caminó, se escabulló en varios trenes hasta llegar en pleno invierno a Zurich. Ahora solo quedaba caminar un poco más hasta llegar al cementerio de Fluntern.

La temperatura rondaba los -6 grados. Todas las tumbas y estatuas eran un solo amasijo blanco. Lo recibieron varios cuervos en un árbol petrificado que habrían asustado al propio Poe. Ya se hacía de noche cuando a lo lejos divisó la escueta figura apoyada en un bastón, de rostro extraño y lentes. Era la estatua de James Joyce que sentada indicaba la morada eterna del autor de Ulises.

-Dime James, tú que hiciste visibles a los atormentados dublinenses amigos y enemigos de Leopold Bloom, ¿cómo dejo esta invisibilidad?

El viento frío se coló por sus huesos. Tomó un trozo de papel y pluma, y escribió una escueta descripción de sí mismo. Corrió como pudo hasta la pequeña cabaña de luz encendida y pasó la nota por debajo de la puerta. Escuchó una voz que la leyó en voz alta. Corrió de nuevo hasta la tumba de JJ y esperó. Al rato, el cuidador de Fluntern lo vió sentado al lado de Joyce y le dijo en un abigarrado suizo-alemán:

-Herr, ¿kann ich ein Foto machen?

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