La lluvia retumba sobre los adoquines de la calzada del pueblo. Las trombas de agua corren calle abajo, ensanchando profundas grietas, que el empedrado destrozado, apenas sujeta. Rompiendo la negritud de la noche, y la oscuridad más densa de los edificios, un solo rectángulo de luz: el de la ventana de María.

La frente apoyada contra el rectángulo de cristal, golpeado por la lluvia, María escucha como el metrónomo irregular de su corazón ritma el paso imparable del tiempo.

Los cansados pasos de los hombres volviendo de las labores del campo, el ruido sordo de las ruedas de los carros, el rebuzno de un burro, las risas, los gritos de los niños saliendo del colegio, las campanadas de la iglesia, las conversaciones de las vecinas, sentadas en sus sillas de enea, tomando el fresco los días de verano, las riñas de los borrachos saliendo del bar de enfrente, sus chistes soeces, todo eso, y nada de eso, perdura.

Solo el golpear de la lluvia que ahora cae sobre el tejado medio derrumbado de la iglesia, sobre el patio del colegio donde el viento saca crujidos metálicos a los columpios oxidados y un quejido de madera a las contraventanas dislocadas del bar de enfrente, mudo desde hace más de dos lustros.

Y dentro de nada el invierno, piensa María, la frente tan adherida al frio de la ventana, que un escalofrío la sacude de pronto, sonoridad de cristales rotos, erizando su piel.

En el fondo de la estancia suena la tele. Conforme se va acercando a ella, se va apoderando de María, un mundo, que, a fuerza de verlo en la pantalla, le resulta familiar; con sus calles rebosantes de peatones, de coches, donde la noche nunca se pone, brillante de escaparates, de anuncios, de cines y de teatros, donde los niños saltan como gorriones a la salida del cole. Un lugar donde, quizá, el paso del tiempo se percibe con menos densidad. En todo caso, un mundo capaz de tragarse al suyo, tan modesto y anticuado, sin dejar rastro.

Mientras ve como la vida pasa al otro lado del televisor, María coge un papel y un lápiz y hace la lista de la compra: mañana, como todos los lunes, pasa la camioneta que abastece en alimentos a la decena de viejos, que al igual que ella, no se han resuelto a dejar el pueblo, quien sabe si por cobardía, o por no dejar morir del todo a un lugar tan interiorizado, tan rítmicamente suyo.

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