A LA SOMBRA DE LA ACACIA DE LA VELILLA.

A LA SOMBRA DE LA ACACIA DE LA VELILLA.

Escribir o incluso hablar de mi calle es tomar el hilo del barrio, es hurgar en los recuerdos de sus antepasados, remover las almas ya dormidas, correr tras las voces y sus cantos sin eco que se perdieron en sus magníficos miradores, es soplarle a los vientos apacibles del sur movidos por el canto de las niñas que juegan a la comba, a la rayuela o al corro.

La calle se llamó “la Velilla”. Aún la siguen llamando así, pero la gente ya no está, por eso se nombra en pasado. Frma parte de un barrio que fue populoso y por tanto lleno de vida con lo que eso significa; pero con tan mala suerte que no aparecía en los planes de desarrollo de la Administración Local, y la gente se tuvo que marchar a buscarse la vida a otros lugares bogando durante muchos años como almas errantes en mares lejanos y territorios muy distintos y distantes al suyo.

En la actualidad aparece sola y vacía, tan solo le da vida la pequeña acacia de en medio que sombrea en ocasiones al banco pintado de negro orientado a los magníficos paisajes que rodean el barrio, a donde llegan de manos de Tifón cuando abandona su gruta de Cilicia los terribles vientos invernales.

Hubo un día en el que la vida reinó en la calle y las personas que la habitaban se fraccionaron de forma natural, agrupándose en cuatro especies, según las estaciones meteorológicas.

Personas-Primavera:

Aman a las golondrinas que llegan surcando los cielos a cien por hora con olor a jazmín y azahar, con sus incesantes gorgoteos y piruetas casi imposibles que realizan para despertar a los vecinos del letargo del largo y duro invierno. Conforme recorren la calle, se va extendiendo un manto multicolor de huertas y naturaleza en plena ebullición que devuelve a las gentes su parte más solícita, hacendosa y alegre. Incluso al anochecer, se van acercando revoltosas las polillas a la única farola que alumbra al solitario banco ya sin la sombra de la acacia, pero bajo el revoloteo de una docena de murciélagos que aletean al son de los grillos herreros. Cualquier tiempo puede ser bueno o malo para morir, pero en este tiempo no muere nadie, la excitación de la naturaleza no lo permite. ¡Bendita savia!

Personas-Verano:

Son las que gustan sentarse para sentir en sus rostros al cálido viento del sur suave y sugerente que cimbrea la pequeña copa de la acacia, que con su tupido follaje refresca al aún solitario banco forjado a golpes de viento cual martillo pilón y fuego en fragua sureña. El olor dulzón de sus flores mimosáceas invita a salir a las niñas, que la rodean y le cantan a corro disfrutando de sus juegos con la caída del sol anaranjado por el poniente, entre las risotadas y chismorreos de las comadres, que son capaces de llevar el hilo de la crítica y el punto de cruceta sobre la misma tela y al mismo tiempo, mientras que los hombres lían sus cigarros de tabaco verde.

Y la luna afina su mirada certera envolviendo los tejados en plata y engañando a los niños con sus reflejos en el agua de la charca. ¡Mentirosa!

Personas-Otoño:

Lo forman las personas que se asoman al mirador situado frente al otra vez solitario banco como único consuelo para aferrarse a la vida y recorrer con la vista aquellas murallas casi derruidas que les recuerdan en cada atalaya y torreón, esparcidos por los olivos y sembrados, el espíritu de la gran cantidad de médicos, botánicos, músicos, artistas, artesanos y tantos poetas andalusíes que las mimaron. Viendo las bóvedas de sus construcciones, cúpulas y arcos casi imposibles, en el otoño de sus vidas, saben que ya nunca más volverán aquellos artífices mudéjares del barrio, ya no estará Azarquiel, ni Said de Toledo, ni los que idearon y crearon aquellas extraordinarias construcciones con sus hermosos jardines, bibliotecas y palacios revestidos de tejas de plata, muros de mármol y puertas de oro y ébano que reverberaban al sol de la mañana irisando de rayos de luz multicolores a aquellas maravillas que podían apreciarse desde el mirador de poniente, bañadas por sones de poemas de l-Jişāl, quien correteó por La Velilla de niño con su hermano Abū Marwān en torno a la acacia florida entre músicas de laúdes, bendires y darbukas antes de “la gran poda”.

Ya sí. Ya murió algún vecino y no parió ninguna hembra. La melancolía se apodera del barrio por algunos días, la vida se vuelve cotidiana pero es inevitable, el compás comenzó en anacrusa y la petenera aportó su mal fario. Es lo que hay. ¡Resignación!

Personas-Invierno:

Para este grupo de personas las nieves llegan tempranas, tanto a sus cabezas que tiñen de blanco sus antaño fuertes cabelleras, como a las altas cumbres que circundan el mirador de poniente. Pero la acacia ya está dormida al igual que las polillas y no pueden verlo, los hombres jóvenes se marcharon en busca de una vida mejor dejando el banco sin uso, la acacia sin sombra, el paisaje sin reclamo y la trucha en la freza.

Es el tiempo de la luna, que persigue por doquier tanto a hombres como a recuerdos desde las distintas posiciones y perspectivas posibles, volviendo triste y desolada una y otra vez, siempre al mismo lugar.

Posiblemente cuando pase mucho tiempo sea ella la que tome el banco de forja pintado de negro ya sin necesidad de la sombra de la acacia, pero con la nostalgia de los cantos por joticas y romances de los hombres que, como las hojas muertas de la acacia y las acículas de los pinos donde se esconde su verdad, caigan al suelo perdidos para no volver jamás.

Y se lea su epitafio:

Bogaste sobre un lomo

Segura, acicalada

de espuma,

en nereidas y delfín blanco.

Bogaste, entre las algas,

refinada.

A mar abierto en poniente,

espejo de quien te miró,

primorosa.

Verde y azul en la frente,

falda de olas te ciñó

tan mimosa.

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