Desde la casa del tío Piroñas a los lavaderos no había más de veinte metros de tierra descuidada y ortigas. Un solar devastado por el que los parroquianos atravesaban en su idas y venidas las noches de los fines de semana al encuentro de unos cortos de verdejo barato que calentaran las primeras horas de la noche. La mujer del Piroñas, la Albarrana, disimulaba el negocio del vino tras un puesto de cacahuetes y cigarros puros que vendía a real la unidad. No había mucha mercancía y formalmente su chamizo-casa era también un dispensario de sardinas que su marido recogía religiosamente del vecino pueblo de Cantalapiedra .
La casa del Piroñas estaba en la calle del Generalísimo Franco que, ya debidamente democratizada y depurada, es ahora la Cuesta de los lavaderos. Y es así porque allí se estableció la precaria pila comunal o lavadero municipal a la que acudía muchedumbre con jabón Lagarto y cesto de ropa sucia. Un arquitecto de Madrigal obró el milagro del agua corriente y el manantial del Trabancos pasó a rebosar con su agua fría el lavadero y la fuente de la plaza España. Los vecinos aún se preguntaban como esa obra desafiaba las reglas de la lógica al traer agua a lo alto de una calle en cuesta estando el río decenas de metros abajo.
Una de las hijas de la Albarrana, Inés, rubia de piel blanca como una Isabel la Católica adolescente, con delgadez de posguerra y una mirada de gatuna cortesana, hacía corrillo apoyada en uno de los muros del lavadero con las compañeras de clase. Aprovechaban la luz de una farola errante situada justo en el lugar idóneo para ver con más claridad los grupos de mozos que buscaban la puerta del Piroñas. Se cruzaban miradas en la calle de los Lavaderos. Se cruzaban miradas desde los poyetes cercanos y los vecinos se observaban unos a otros desde las ventanas con frases cortas de cortesía mientras dibujaban líneas en el cielo tratando de llenar sus horas de esparcimiento. La calle de la Cuesta de los Lavaderos era el fin del pueblo y el principio de una era verde casi ininterrumpida. Antes de que el asfalto llegara a esta calle en su cruce con la calle Cantarranas se montó el primer salón de baile en lo que fue un corral y se decidió techar y dotar de muritos de adobe a los que añadieron unas traviesas de madera pintadas con rojo y negro para hacer algo más agraciado el lugar. Nadie pensó en ponerle nombre así que se quedó con el salón de baile y andando, tan básico como su propia estructura.
Inés, jugando con su pulsera de tela, esperaba, al igual que sus amigas de patio, entre comentarios picantes y chascarrillos, un acompañante que pagara la peseta del peaje que suponía pasar al calor de la orquesta del pueblo en el salón. En aquella pequeña sala el ambiente parecía pesar más, como si la gravedad cargase el aire, con el calor de las parejas que no se evaporaba y se elevaba aumentando la pesadez de los cuerpos, induciendo a respirar más y resoplar con el esfuerzo de los movimientos. Sin embargo la atmósfera enrarecida no amilanaba a las parejas y aquella noche Inés de Paredes observaba desde una pared a un mozo. El mozo, hijo menor de los Carvallejo, sujetó a Inés de la mano, cariñosamente pero sin una palabra, y la llevó a un parte discreta de la pista. Y la pista, por muy molida y destartalada que estaba, y los músicos, por muy repetitivos y desganados, no impidieron a la nueva pareja abrazarse hasta más allá de las formas, hasta hacer saltar la sexualidad ingenua y precipitada de una adolescencia algo asilvestrada por el aire rural.
La música aún no había cesado y podía escucharse por la calle cuando Inés sintió algo parecido al amor cogida, muy en secreto y muy en la oscuridad, de la mano por el menor de los Carvallejo. Ninguno disimulaba las risas tontas y embobadas que nacen de la sensación mágica y espontánea de mutua complacencia, de nerviosismo principiante y trasnochador con sudor tibio de una noche de verano que llamaba a dejar las puertas abiertas. ¿Por qué me miras? , ¿No quieres que te mire? No seas bobo. E Inés apretaba con más fuerza la mano de su mozo moreno. Al punto sus sombras se extraviaron en la noche, sin un rastro claro, sin que ninguno de ellos hiciera el menor amago por regresar a su casa.
Aquella noche tórrida y abulense, mesetera y austera, un 24 de junio con luna menguante tal como rezaba el calendario Zaragozano, el salón quedó envuelto en el fuego redentor. La barraca de baile ardió por los cuatro costados como un cometa terrestre describiendo estelas doradas en todas direcciones. Fuego fatuo en el pueblo agrícola de Horcajo, encendiendo la Cuesta de los Lavaderos con trémulos reflejos en el agua de sus pilas, la misma agua que los vecinos vaciaron durante horas en la madrugada hasta asfixiar las brasas y contemplar el esqueleto de travesaños humeantes en que quedó convertido el salón.
Los rumores vecinales, algo así como un resquicio de ley tribal o similar a los cuentos con hoguera de los pastores, con una fantasía limitada pero aguda, dijeron que no fue un fuego cualquiera sino un fuego de celos. El fuego de celos que prendería un enamorado que se encoge de dolor al ver a Inés en los brazos de otro. Cegado de razón e intestinal, con nombre propio. Pero ahora, sin pistas para desvelar el misterio, será el fuego de la Calle de los Lavaderos, como lo conocen sus vecinos, Inés su leyenda y esta calle su único y silencioso testigo.
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