Una nueva mañana despertando en el descampado. La boca pastosa indica qué ruta ha tomado para llegar hasta allí. Su barba huele a una mezcla de vómito, vino y suciedad. Tal vez sea hora de acercarse a los baños públicos. De volver a la normalidad social por unas horas. Hace frío, más de lo normal para esa época del año. Se incorpora y observa a su alrededor. Un niño con una mochila y un paraguas naranja cerrado está detenido ante él.

-¿Qué miras?-gruñe el mendigo.

El niño levanta su paraguas para señalar:

-Te vas a congelar.

Tras la declaración, se aleja dando saltitos por la tierra seca, que espera riego de unas nubes que ocultan el cielo. Hace frío. El mendigo se mira y encuentra su piel desnuda, de gallina, tiritante. No se había dado cuenta de que temblaba hasta ese momento. Palpa a su alrededor y encuentra una tela gruesa. El abrigo. Se siente incapaz de recordar al dueño original, cuándo o en qué antro de la noche anterior se lo dieron. Tal vez lo robó. No está seguro, como tampoco tiene claro por qué ha dormido desnudo. Qué fue de sus harapos. El mendigo se levanta y se pone el abrigo. Le va como un guante. A su cuerpo esmirriado, delgaducho, de apariencia débil, cualquier cosa le va como un guante. La carne se adapta a la necesidad y agradece que se cubra. Se arrebuja en el calor de la lana, que desprende aromas de madera vieja y se siente listo para enfrentar el día, o lo que pueda venir tras un soplo de aire helado que le obliga a subirse el cuello y esconder las manos en los bolsillos. Entonces lo encuentra. Un trozo de papel arrugado en el bolsillo derecho. Lo extrae, lo despliega, lo mira. El mendigo alza la vista. La nubes se han cerrado más. Va a a llover.

Con todo el cariño que sabe, el joven policía se acerca a la abuela y le acaricia el hombro.

-Vamos- le dice.-Deje a estos caballeros hacer su trabajo.

Ignora los insultos de perroflautas, iaioflautas y demás ociosos del barrio, por ahora meros observadores del trasiego de los hombres cargando muebles. Lo peor ya ha pasado, se dice el policía: sacar a la mujer de la casa ha sido sencillo; el operativo planeado ha bastado para controlar a los vecinos y la abuela se ha dejado hacer como si las fuerzas se le hubieran quedado en alguna habitación del piso.

Del portal asoma tambaleante un reloj de pared. Tiene la madera quebrada, le falta el péndulo y da la hora de ayer. Los operarios no saben muy bien qué hacer con él. Hasta que la abuela reacciona y se lanza contra uno de ellos:

-¡El reloj no!¡Dejen al menos el reloj!

Vecinas y vecinos congregados parecen reaccionar. Alguien grita:

-¡Ladrones!¡El reloj es de Manuel!

-¡Lo hizo él!-señala otra persona.

-¡Manuel era su marido, malditos!-aclara una señora al fondo del corro.

Cae un rayo y empieza a llover con fuerza.

Hundido en la pared, evitando la lluvia que comienza a arreciar, el mendigo mira una y otra vez el papel arrugado. La administración de loterías está cerrada. Puede que sea domingo, o demasiado pronto, pero hay un cartel con números recientes. El mendigo lo repasa con el dedo. Vuelve a mirar el papel. Lo arruga y se lo guarda en el bolsillo. Se rasca la cabeza y piensa que, si quería darse una ducha, es una buena oportunidad. Así que se lanza hacia la lluvia.

De repente, el joven policía se ve rodeado de una muchedumbre. Alrededor todo son improperios y zarandeos. La tromba de agua lo hace todo confuso. El policía saca la porra y golpea: golpea aquí, golpea allá, golpea sin mirar a quién da. Más insultos, y más barullo,más intentos de salvar un reloj viejo. Por fin, sus compañeros entran con el escudo por delante. Suena algún disparo al aire. El policía se mira las manos, salpicadas con sangre que bien podría ser suya. El reloj ha caído al suelo. Entre la madera quebrada, inútil, se ve hueco. Un reloj de pared relleno de nada, simple pedestal de madera para una esfera sin péndulo que ya venía quebrada. Un reloj de nada, marca una hora que nunca pasa.

Ofelia Nieto (Madrid).

Los manifestantes se dispersan y ante el policía queda la abuela arrodillada, llorando, con el pelo mojado tapándole la frente. El joven se acuclilla ante la vieja. Quiere decir algo, pero no sabe ni qué ni cómo. Un paraguas naranja cubre a la abuela. Sujetado por un niño de mirada triste, el paraguas ha interrumpido los pensamientos del joven policía. La abuela está calada hasta a los huesos y el niño lo explica de forma elocuente:

-Se morirá de frío y pena.

Desde donde está ve como el policía se aleja unos pasos hacia su coche, sin importarle el agua que sigue castigando desde el cielo. A él tampoco le importa: su abrigo es caluroso, aunque comienza a sentirlo algo pesado con la lluvia. La mujer, bien entrada en años, bien podría haber sido su madre hace no mucho, tirita. El niño, hierático, parece esperar el apoyo de alguien de la congregación, que observa la escena como si fueran parte de una escultura formada por la cascada de agua que cae del cielo. Si alguien se acerca a tocarla, la atravesará con la mano. Se romperá.

El mendigo tiene calor. La imagen hace el peso del abrigo insoportable. El agua que ha absorbido, la carga del bolsillo, su origen desconocido. Da un paso al frente, tambaleante, resacoso; y se aproxima a la escultura líquida. Es una lástima que un abrigo tan bueno se esté mojando, piensa, así que se lo quita y lo deja con cariño sobre los hombros de la abuela.

-Abríguese, señora- murmura.

Ella mantiene el silencio, pero aprieta la lana contra su cuerpo.

-Ahora usted se helará-indica el niño.

-No lo creo-responde el mendigo.

Plaza Canal de Isabel II (Madrid).

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