«Néeeestooor, la Malanga está llamandooooo».

Guaguanco Riff, Orquesta Los Blanco

Autor: Néstor Luis Boscán (Malanga)


Medio siglo. La memoria es una colcha de retazos que amenaza con perderse en alguna mudanza. Pero siempre surge la pista, el hilo de Ariadna para enfrentar al minotauro del olvido.

En este caso, una foto borrosa, porque no hay fotoshop que arregle los recuerdos lavados. En los brazos de Malanga, en el patio de la vieja casa, donde el juego libre imponía su dictadura cotidiana, tanto el dominó adulto como las mil invenciones de un niño sin juegos de video, ni celular, ni internet. Desnudo como de costumbre, porque el calor de Maracaibo no deja lugar al pudor. Malanga y el sombrero, infaltable, que luego mutaría a las gorras deportivas que competían entre sí, colgadas en orden simétrico en la pared de su cuarto, intocables, llenas de polvo, porque su posición no admitía distracciones.

Malanga, el músico, el de la tumbadora gastada que gustaba hacer sonar en las madrugadas, junto al cencerro y los bongós que salían aliviados de su encierro en el baúl de cuero. Malanga, el de la música perenne que arrullaba con Stan Getz, con Tom Jobim, Tito Rodríguez con su llanto de luna, porque a mi me pasa lo mismo que a usted; o la salsa, o los temas de su autoría grabados con Los Blanco, como el guaguancó riff, o su himno, My Way, donde Sinatra exponía el testamento de ambos, himno que no pude oír hasta tres años después de su partida, porque el llanto entonces no era de la luna.

Malanga, el traductor que como artista tenía su leit motiv, que aplicaba como mandamiento a todo, mas allá de los papeles amarillentos que descansaban al lado de la vieja máquina de escribir: sin prejuzgar, ni sobre el fondo, ni sobre la forma. Malanga el profesor universitario, que corregía los exámenes con un bolígrafo rojo que dibujaba un gran CADILLAC cuando el error era demasiado grande, al que ayudaba a calificar usando temeroso el mismo ariete vengador colorado; el que mientras el viejo Fairlane 500 calentaba sus motores en el garaje, se tomaba una taza de café en franelilla, y el traje esperaba su turno.

Malanga, el políglota, el que escribía cartas abigarradas en varios idiomas, sin respetar horizontalidades, líneas o espacios. Años después, solo en la carta suicida de Kurt Cobain vi tormento semejante. La mente es de los mejores torturadores que existen.

Malanga el dipsómano, el del hielo y whisky, acompañado de la bulla de los discos de vinilo y luego los cd, que me despedía con algarabía en la madrugada cuando el transporte escolar llegaba y la rumba aun continuaba. Malanga el que se sentaba al pie de mi cama mientras dormía, para filosofar en voz alta, el de los consejos repetidos mil veces, el del ya yo estudié, ahora les toca a ustedes. Malanga el lector insaciable, siempre rodeado de periódicos y libros, tanto que su cama olía a tinta, cigarro y licor. Los libros eran otro miembro de la familia, que como torre de babel ambulante desafiaba a quienes pasaran a devorarlos, como en la vieja biblioteca donde aprendí inglés leyendo las novelas de Stephen King que se asomaban por doquier, sentado en el piso mientras mi tía advertía a gritos que allí podía morir de calor.

Malanga el fuerte de correa en mano, que perseguía a los descalzos que no debían estarlo, a los que desafiaban las órdenes, mientras aseveraba extrañamente que su correa olía a melón; y el débil del llanto lastimero, porque la vida siempre duele, y a veces dolía hasta respirar.

Malanga el de las mil historias, recopiladas en sus andanzas por el mundo, las que se quedaron esperando por un libro que las acogiera, para demostrar que no había nadie mas mujeriego, osado y temerario que el viejo. Malanga el bon vivant, amante de la buena comida, cuyo sistema digestivo desafiaba toda lógica humana y solo era ayudado por el necesario desajuste temporal de la correa olorosa a fruta. Malanga el de los 4 infartos, que sobrevivió hasta los 74 años, cuando el corazón cansado de latir decidió acompañar en su descanso a los bongós y ocultarse en el baúl de cuero. Malanga el de la despedida escueta, que antes de partir solo dijo: cuídese mucho, mijo.

Malanga es mi segundo cerebro, es la frase que surge sin que se le busque, es la pequeña percusión que mis dedos involuntariamente practican en cualquier superficie mientras espero y desespero y que repiten el toque de Malanga en un un dos, tres cuatro acompasado que no cambia. Malanga es esta escritura, es el whisky en las rocas, es el jazz, es casi todo.

Malanga era mi padre. El del extraño apodo musical. Al mirar mis manos pequeñas hoy envejecidas, retrato génetico de las suyas, no hace falta foto, ni vieja ni nueva: Malanga soy yo.

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