Lo encontraron tumbado de costado, con la pata herida escondida bajo el despeluchado lomo. Se había refugiado entre los restos de un viejo edificio de ladrillo, al calor de los rescoldos humeantes que una vez fueron sus vigas. Respiraba despacio, emitiendo un corto gemido como si pidiera perdón con cada bocanada. Apenas levantó un poco su alargado hocico cuando se acercaron. Los cuatro hermanos formaron un corro a su alrededor, en silencio. De fondo, el fugaz resplandor de las explosiones comenzaba a amainar. La ración de bombas servida esa noche parecía al fin agotada.

—Mala pinta esa pata.

—Perro estúpido.

—¿Por qué dices eso? —El más pequeño de los cuatro se encaró con su hermana. No era la mayor, ni la más fuerte ni la más lista de todos ellos. Pero estaba al mando, y todos la seguían—. No es un perro estúpido.

—Se quedó plantado en mitad de la calle.

—¿Y qué? No es estúpido.

Se arrodilló a su lado y le acarició torpemente el lomo.

—Estará muerto por la mañana —Habló el mayor de los hermanos, dando una patada a una piedra.

—¡No! Es fuerte.

—No va a pasar de esta noche, ya lo veréis.

—Eres un hijo de puta. No va a morirse —La niña se arrodilló junto al pequeño. El perro apenas les dedicó una mirada antes de cerrar de nuevo los ojos.

—Ya lo verás. Por la mañana va a estar muerto.

—¡No!

—¡Muerto! ¡Muerto! Ya lo verás, tan muerto como padre.

—Eres un… —El pequeño se incorporó, con los ojos enrojecidos secos de lágrimas—. ¡Hijo de putaaa!

Salió corriendo, perdiéndose entre los escombros y el humo. Su quebrada vocecilla les hizo más daño que el estampido de cualquier bombardeo.

—¿Por qué has tenido que decir eso?

—Porque es la verdad. Esta mierda de chucho está en las últimas.

—Digo lo de padre. Está en el frente. Y piensa volver. Nos lo prometió.

No respondió. Se limitaba a mirar al perro con la furia ardiendo en sus ojos.

Como de costumbre, el cuarto de los hermanos se esfumó en silencio. Al principio fue tras el pequeño. Sabía dónde le encontraría, aferrado a lo poco que quedara en pie, esperando que padre regresara, que todo volviera a ser como antes. Sin embargo, al poco cambió de opinión y se fue directo hacia los muelles. Por allí todavía quedaba alguna taberna en pie, atestada de soldados en busca de cualquier estímulo que les permitiera olvidar el espanto del frente.

Regresó al poco, con un paquete envuelto en tela militar oculto entre los jirones de su ropa. La niña apenas se había movido para acomodar en su regazo la cabeza del perro. Le acariciaba las orejas muy despacio, al ritmo de la respiración del animal. El mayor de los hermanos, a pesar de sus bravatas, seguía por allí, sentado a horcajadas en los restos de una pared y mirando sin ver las lejanas llamas al este de la ciudad. El pequeño de los cuatro había regresado también, y junto a su hermana, miraba impotente los estertores del animal herido.

—¿Qué traes ahí? —Su hermana le miraba enfadada, mientras desenvolvía el paquete.

—Vendas. Y medicina.

—¿Dónde lo has conseguido?

Se encogió de hombros. Levantó con cuidado la pata del perro y comenzó a limpiarla de astillas y carne quemada.

—¿En los muelles?

No dijo nada.

—Contesta a tu hermana —El mayor saltó a su lado y le dio una patada en la espalda—. ¿Has estado en los muelles?

—Hay que curarlo.

—Prometiste no volver a hacerlo.

Se encogió de hombros. Desenrolló con cuidado una venda tan blanca que parecía brillar en la oscuridad. El pequeño le ayudaba sosteniendo la pata herida.

—Me lo prometiste —La muchacha volvió a acariciar las orejas del viejo perro.

Regresaron a su guarida en silencio, guiados esta vez por el cuarto de los hermanos. A su lado, el más pequeño de todos ellos le acompañaba agarrado de su mano. Apretaba con tanta fuerza que notaba sus uñas desiguales clavándose en sus dedos. La muchacha los seguía de cerca, con el resto de las medicinas a buen recaudo entre sus manos. Detrás de todos, el mayor llevaba a hombros al viejo animal. De vez en cuando notaba en el hombro el suave golpeteo de su cola. Le recordaba a uno de los olvidados abrazos que muy de vez en cuando recibía de padre.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, encontraron muerto al viejo perro. Los cuatro velaron el flaco cuerpo hasta bien entrada la tarde. Esa noche, cenaron su carne en un festín como no recordaban en mucho tiempo.

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