Vienen a mí, como por arte de magia, desde siempre y desde la nada. Allá, hace muchos veranos; más o menos, unos treinta y algunos más, cuando muy pequeño aún era el recuerdo del gran amor, el único; el que, quizás, marcaría mi vida para esos momentos y siempre. Ella era un ángel, cabellos muy lacios, dorados; ojos muy verdes; piel blanca como la leche o la nieve; su voz, sonaba como melodía suave, ideal, encantadora, hipnotizante para quien tan solo la oyera… Realmente, era un ángel y yo, un simple niño, deseoso de lo inalcanzable. Era un sueño imposible, irreal; muy, pero muy distante. La primera vez que creía conocer el amor; mas, en esos entonces, era observarla y ver cómo el mundo se detenía por completo. Los relojes, de la nada, se quedaban en suspenso y yo allí, tan solo viéndola y admirándola; era tenerla a mi lado parada para que me temblara todo el cuerpo, sudaba en pleno invierno, era sin dudas una lucha permanente y continua cada día que asistía al colegio. Aún cuando nunca logré verla de frente, solo de lado y un poco a escondidas. Ella ahí, a centímetros de mí, pero a la vez, tan lejos. Jamás; ni siquiera se enteró que íbamos al mismo grado y, probablemente menos, que yo era su eterno y fiel enamorado, nunca me animé ni a dirigirle la palabra, ni un “hola”, ni un “hasta luego”. Pasaron los años y no creía ni pensaba que fuera a poder enamorarme ni sentir lo que por ella en aquellos momentos. Pasó el primero inicial, el segundo y así, hasta terminar y no volver a saber más nada de aquel bello, tan bonito ángel que me había hurtado el corazón, el alma y todo mi ser, mi ilusión, mi mejor anhelo. Pasaron treinta años y aún continuaba pensando y soñando con esa belleza de mujer, que de seguro, a esta altura ya sería. Treinta y cinco años después todavía la recuerdo; aunque, ya hace cinco años atrás, tuve la dicha de volver a hallar un nuevo motivo para creer en el amor y volver a sentir lo que en aquellos tiempos, solo que ahora, el sueño se hizo realidad y vivo cada minuto como si fuera el comienzo y el final; en está ocasión, logré superar ese viejo temor a decir: “hola”; “hasta luego”. Aunque siempre quedará en mí la duda del qué hubiese sucedido. Si aquella vez me hubiera atrevido a mover mis labios y pronunciar esas palabras tan simples; pero que pueden llevarte tan, pero tan lejos o como lo fué en mi caso, que solo me dejaron la duda desde ése entonces y hasta el fin de mis tiempos.
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