La voz se oía ronca y podía ser fácilmente confundida por la de un cuarentón adicto a la nicotina desde temprana edad, pero no lo era, por lo menos, yo no lo recuerdo así. De todos modos, todos tenemos visiones de las personas completamente distintas, y Michael no era la excepción. Todo el mundo que lo conocía alegaba cuán caballero, sensible y detallista él aparentaba ser y, a pesar de completar el perfil de cáncer, en base al horóscopo, en casa era distinto, conmigo era distinto.

Desde hacía mucho tiempo no escuchaba su voz, sin embargo, su recuerdo me atormentaba todas las noche, algunas dejándome sin dormir, por miedo a que volviera, a que volviera a poner sus manos en el que algún día fue mi cuerpo, mi amoratado cuerpo, el cual me hizo pasar vergüenza, el que padeció todas mis “desobediencias”, mis “castigos” como decía él.

El tiempo logró curar mis heridas físicas, pero las psicológicas estoy segura que permanecerán, como mi expediente en el juzgado N.°3, el cual posee mis múltiples denuncias, como los recuerdos que me trae las viejas fotos del colegio “San Alfonso” que continúan en la casa de papá y mamá en las cuales, él, figura.

Si nos hubieran conocido en la adolescencia la envidia brotaría de sus poros. Éramos tal para cual, teníamos nuestras vidas planeadas, o al menos Michael la tenía para nosotros, solo faltó convencer a mis padres para contraer matrimonio y un par de millones de su enriquecida familia para comprar la lujosa mansión a orillas del río Luján dentro del Delta de Paraná en la localidad de Tigre.

Todo aparentaba ser tan fácil, pero no lo era, muchos asumen que sí debido a que, por suerte, nunca me tuve que preocupar por llevar comida a la mesa. Las cosas se tornaron insostenibles cuando, a pesar de los abusos que yo sufría a causa de su inseguridad y psicosis noche y día, se me pidió amablemente, por parte de la familia, y no tan amablemente por parte de Michael de brindarle un heredero a la destacada familia Vázquez. Ese fue el instante en que decidí concretar mi huida, previamente planeada, de esa mansión del terror.

Yo, Mónica, con diez y nueve años de vida no iba a traer una criatura al mundo, al menos a este, no para que sufriera los maltratos que mi persona experimentaba diariamente. Así que frente al Luján, presenciando su corriente, su viento que suavemente despeinaba mis rubios mechones, viendo las masas de agua migrar, correr, decidí seguir a estas masas de agua, y me fui, me marché, tal como lo hace el río, descendí del deshielo de primavera desde el sur y desemboqué en el norte, encontrándome, ahora mismo, diez años después, con la voz de este hombre que tanto me hizo sufrir, mientras merendaba acompañada de mi pequeño de cuatro años, dejándome así, frente al teléfono, helada.

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