– Las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera. O algo por el estilo decían, algo por el estilo. Ponme otra.

– A mandar. Pero rapidito que va siendo hora de retirarse, morena.

– Paco, no jorobes que solo son las once, déjate de historias y llena bien el vaso. ¿qué pasa con eso de cuidar la clientela joder?

Manuela refunfuña mientras busca entre los bolsillos las cuatro monedas que le quedan. Tira encima de la barra todo lo que su patosa mano encuentra: unos chicles sin empaquetado mezclados con trocitos de tabaco y restos de algún ticket ilegible, probablemente de la última vez que viajó en metro.

Después se levanta, lentamente, y pone los pies en tierra por primera vez desde que atascó su pandero en tan pequeño taburete. Es curioso lo que aguantan los muebles bien hechos, piensa, lo que soportan con los años sin rechistar ni quebrarse lo más mínimo. Coge su chaqueta y, pescando una colilla a medio fumar de algún cliente apresurado, abre la puerta y deja atrás el bar.

En casa, un silencio absoluto la envuelve. No recuerda el camino de vuelta ni cómo ha abierto la puerta. Ahora está de pie junto a la cuna de su hijita, y tambaleándose, busca sus suaves cabellos. Pero la cuna está vacía. Los servicios sociales no dudaron en quitarle a su niñita sin vacilar, piensa, sin preguntarle acaso o darle tiempo para volver a tenerlo todo en su sitio.

Apenas se mantiene en pie, pero la poca fuerza que le queda le basta para terminar una botella a medio abrir de whisky barato. De un trago, los problemas se destiñen, lo trascendente se vuelve casi intangible, y eso le da paz por un instante, mientras cae de bruces contra el suelo entre colillas y manchas de alcohol.

Es de día. Le despierta un dolor sordo en la cabeza. Tiene un gran chichón por la caída, pero no le preocupa demasiado. Mira a su alrededor. La resaca es prominente, y aunque está acostumbrada a las náuseas ahora viene la peor parte: la culpa. Ese manto de vergüenza que la encierra de los pies a la cabeza, y la acuna suavemente con una voz neutra pero firme, recordándole que ya no tiene nada que perder.

¿Y qué será de su niñita? Seguro que llora por las noches porque no sabe dónde está su madre, o cuándo va a volver. Esa incertidumbre ante el abandono la hará crecer insegura, llena de cicatrices mal curadas que con el tiempo se harán cada vez más grandes, hasta que el dolor y la tristeza la ahoguen en un estado ininterrumpido de apatía.

– Paco, que no decaiga.

– En seguida, princesa.

Manuela observa su copa manchada de carmín. Y mientras mezcla con una cucharilla los cuatro pedazos de hielo que quedan, vuelve a su estado de calma, sonriéndole a la nada.

En realidad, lo mejor que le ha podido pasar a una niña tan preciosa es que la aparten de su lado, medita. Con una madre así, seguro sale peor que tirando sola. Además, la familia de acogida tiene dinero para comprarle los caprichos necesarios, y pagarle unos buenos estudios, para que llegue lejos. Sí, se dice, y apoya su cabeza en la barra mientras vuelve a subirle el rubor a las mejillas, y aspira profundamente el olor a miedo y desinfectante.

De vuelta en casa, ya al anochecer, oye el teléfono al otro lado de la puerta. Tarda en conseguir la llave correcta, pero el pitido espera incesante a que llegue su dueña.

– Diga? … Diga?

Después, cuelgan. Pero Manuela sabe exactamente quién había en la otra línea, quién la llama a horas intempestivas y espera a que responda para oírla respirar, sin decir nada: es la culpa, la misma que insiste en que deje el alcohol, la que le obliga a mirarse al espejo, con la que duerme de noche y camina de día, piensa. Y llama para decirle que ya es suficiente, que no podrá aguantar mucho más tiempo esquivando su sombra, una sombra que crece a medida que pasan los días y se llena la boca de placebos en forma de licor.

Vuelve a sonar el teléfono. Pero esta vez descuelga ella antes de que el primer ring termine de sonar:

– Basta. Sé que tienes razón, sé que tengo que parar. Mira mi aspecto, mira esta casa. He perdido a la niña de mi corazón. ¿Crees que no lo sé? ¿Que no soy consciente? Crees que vivo en una nube de despreocupación, ¿verdad? que me agarro a la vía fácil, que prefiero pasar el resto de mis días tirada en la barra de un bar en vez de coger el toro por los cuernos, como una cobarde. Pues te diré algo: yo no soy ninguna cobarde.

Manuela cuelga el teléfono bruscamente. Coge una bolsa de basura y recoge todas las botellas, las vacías y las llenas. Abre todas las ventanas. El aire limpio y fresco entra por primera vez, así como la luz que ilumina la suciedad y dejadez entre montones de ropa, vajilla y envases de comida pre-cocinada. Cambia las sábanas y toallas, aspira y friega los suelos, pone a lavar y planchar toda la ropa.

Horas después, la casa parece otra. Ya es hora, piensa, bastante lo has atrasado.

Pensativa, intenta recordar el orden de las cosas. Pero la vida de un alcohólico no se mide por ningún precepto que no sea la bebida. Así que se dispone a poner la casa patas arriba. No le importa el tiempo invertido en limpiar, abre todos los cajones, mira entre los huecos del sofá, ojea carpetas y archivadores dejando un manto blanco de folios, panfletos y tarjetas esparcido por el suelo. Y al fin lo encuentra. Ese pequeño papel con ofertas del supermercado doblado en 4 partes, con una pequeña inscripción en la parte superior: Dolores Kräus, A.A.

Manuela vuelve a coger el teléfono. Esta vez, todo será diferente.

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