Nadie sabe dónde queda Bogotol

Nadie sabe dónde queda Bogotol

«Hasta el día en que Svetlana y yo casualmente nos encontramos por segunda vez, y me confirmó que Bogotol sí era el nombre de su pequeña ciudad, esa palabra me había evocado más un brebaje bogotano en alcohol que una localidad geográfica»; recordé, visitando San Petersburgo catorce años después, al cruzar frente al café de la calle Stajanovtsev.

I

Iniciando vacaciones de verano de 1975, meses antes de aquel encuentro, apremiado, buscaba taxi en la Stajanovtsev para tomar tren a la siberiana ciudad de Siktivkar con una brigada laboral estudiantil. La calle estaba desolada y, aunque era muy tarde, la noche blanca no daba paso a la oscuridad; cuando una afable voz de niña llamó mi atención:

─Señor, señor, por favor, ¿dónde queda esta dirección?

Me asombró la desproporción entre su infantil cuerpecito y el tamaño de la maleta sin ruedas que, más que llevar, arrastraba. Era muy niña, claramente eslava, de preciosa cara, cabellos castaños largos y expresivos ojos grises.

─¿Qué dirección?

─Stajanovtsev 17.

─¿Qué necesitas ahí? Es mi residencia estudiantil.

─ También es mi albergue para el curso preuniversitario de verano.

Difícilmente asimilé su figurita a la de una preuniversitaria.

─Vamos, pero corriendo ─le dije tomando la maleta, la acompañe hasta la residencia; e, igualmente corriendo, volteé y retomé mi rumbo.

─¿De dónde vienes? ─le pregunté alejándome.

─De Bogotol.

─¿Dónde queda eso? ─Complementé desde más lejos, pero ya no oí su respuesta.

«Bogotol… Bogotol… ¿Dónde quedará Bogotol? Suena a pócima bogotana preparada en alcohol», fue mi muletilla mental en aquellas vacaciones. También pregunté, pero nadie sabía.

II

El verano se fue y regresé de Siktivkar. Iniciando el año lectivo, el tercero de mi carrera, coincidimos en el café de la Stajanovtsev.

─Hola, ¿a cuál facultad ingresaste?

─A ninguna. No pasé. No me he ido porque mi pasaje es para pasado mañana.

─¡Qué lástima! ¿En qué viajas?

─En tren.

─¿Cuánto dura tu viaje?

─Una semana.

─¡Una semana! ¿Dónde queda, pues, Bogotol?

─Al sur del Krasnoyarskiy Kray, cerca de Mongolia.

─¡Cerca de Mongolia! ¡Con razón nadie sabe dónde queda Bogotol! Lo imagino entre estepas ilimitadas, con menos 50 grados en invierno, más de 40 en verano, y lejísimos del mar ─dije, acomodando mi elemental climatología.

─Sí, no conozco el mar.

─ ¡Qué no conoces el mar! ¡Esta ciudad tiene playas!

─El curso preuniversitario no me lo permitió…

─ ¡No te puedes ir sin conocerlo! Mañana te llevo. ¿Cómo te llamas?

─Svetlana… significa luminosa.

Al día siguiente visitamos el mar. El otoño estaba en esplendor. Sobre su boscaje de troncos blancos, la floresta de abedules lucía exuberantes frondas doradas. La senda que la cruza hacia la playa nos extendió su tapete de hojas amarillas, rojizas y castañas. Bandadas de grullas cruzaban los cielos poetizando el paisaje. Svetlana conoció el mar, y ese mismo día nos despedimos para siempre.

Semanas después, recibí un llaverito adornado con un paisaje de Bogotol.

III

Años más tarde, cursando último semestre de universidad, estaba sumido en problemas personales, mi tesis de grado retrasada y la culminación de la carrera en duda. El alcohol y los alcohólicos eran mi compañía.

Una plácida noche de finales de invierno, moteada por leves copos de nieve brumosamente iluminados, llegué al café en búsqueda de amistades y en él encontré un alegre grupo de estudiantes, entre los cuales se contaban mis compañeros de cuarto, acompañados de universitarias. De allí salimos a festejar en nuestra habitación. Cuando, al llegar, tomé las llaves para abrir la puerta, una estudiante exclamó:

─¡Todavía lo tienes!

─¿A qué te refieres?

─Al llavero; me refiero a tu llavero.

La miré incrédulo; y descubrí en esa atractiva universitaria los rasgos faciales, ya juveniles, de la chiquilla que más de dos años antes había llevado a conocer el mar.

El festejo se tomó la 114. La habitación se ambientó en penumbra. Sonaron The Rolling Stones, Boney M, Donna Summer… El vodka regocijó a los estudiantes. El baile les alegró. Los besos los enamoraron. Svetlana y yo dialogamos.

El verano anterior había sido aceptada en la Facultad de Oceanología. Muchas veces nos habíamos cruzado en la Universidad y yo, sin reconocerla, había correspondido su saludo. Le conté del oscuro futuro que me amenazaba.

─¡No te puedes ir sin terminar tu carrera! ─me dijo─ ¡yo me encargaré!

Trabajamos arduamente durante los meses de primavera. Ella se ocupó de los aspectos formales, yo de los intelectuales; y… un radiante día de verano, presenté mi trabajo de grado.

─Tengo la impresión de haber salido de cine; teníamos la cabeza repleta de agobios y abruptamente todos desaparecieron. No tenemos nada qué hacer. ─Dijo, cuando, ya sin premuras, regresábamos por la calle Stajanovtsev hacía la residencia estudiantil después de aprobar mi diploma.

«Y sólo tenemos veinte días para no hacer nada. Mi visa se vence», pensé.

Me acompañó al aeropuerto. Por tercera vez me despedí de Svetlana para siempre. Esta vez me dolió.

IV

Regresé al país de la alegría. Trabajé en mi especialidad hidrometeorológica. Me sentí dueño de cielos, ríos, nevados, tempestades… Encontré satisfacciones.

Unos veinte años después apareció Internet y contacté compañeros de universidad. Sentí, entonces, urgencia de encontrar al único ángel que en vida había conocido, pero nadie sabía dónde estaba Svetlana. Inesperadamente, su «alter ego» me escribió por una, y única vez:

«Durante los años de la Perestroika; el capitalismo salvaje, la corrupción, la pobreza y la inseguridad invadieron el país. Gentes quedaron sin ingresos. El hambre regresó por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Aparecieron fuertes mafias, mendicidad, prostitución. Se volvió riesgoso salir de noche, o por calles solitarias. El promedio de años de vida se desplomó. Personas desaparecían. Algunas por voluntad propia, debido a necesidades de seguridad, a sus «nuevos estatus» o para solapar sus nuevas degradaciones.

»En aquella debacle, seguramente por carencia de recursos, murió en Bogotol su hermana, única familia que tenía. Poco después, desapareció.

»No la busques más. Nadie sabe dónde está Svetlana.»

Comprendí el mensaje: a Svetlana, la niña de Bogotol, la Perestroika la «desapareció».

V

En mi corazón, sigue iluminando.

FIN

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