El día más feliz de mi vida. El que soñé desde niña. Juan, un caballero en toda la extensión de la palabra, llegó el día de mi boda. Esa boda que por tradición familiar mis padres arreglaron; la ceremonia perfecta. La noche de bodas… ¡uff! ¡qué noche! nunca antes estuve con un hombre en la intimidad y no fue como esperaba.
Ante la sociedad tuve un matrimonio perfecto. En las cuatro paredes de mi casa era la mujer más infeliz del mundo, humillada, vejada de todas las formas, tuve doce hijos a pedido y por cumplir con mis obligaciones maritales. A mis setenta y dos años me di cuenta de que nunca tuve un orgasmo.
Después de cincuenta años de matrimonio, Juan tuvo un coma diabético. Desesperada, llamé a los paramédicos. Llegamos al hospital, lo atendieron y después de veinte minutos salió el doctor que lo atendió y me dijo: «Señora, lo siento. Su esposo murió».
Sin demostrarlo di un salto de alegría. Lloré por su muerte y por mi libertad. El día del entierro me acerqué al féretro y susurrando le dije. «Juan, te he servido durante cincuenta años. Los mejores de mi vida. No se te ocurra llevarme contigo».
Ese día agradecí por primera vez a la muerte, a esa muerte que todos tememos y nunca esperamos, el concederme una nueva vida.
A mi vejez decidí conocer las maravillas del mundo, viajé cuanto pude, comí cuanto quise y jugué con todos mis nietos y bisnietos, con la esperanza de convertirme en una mejor versión de mí misma. Puede corregir mis errores y tuve una buena vida… hasta aquel día.
Tenía noventa y seis años y después de una operación por unos tumores cancerígenos y un sufrimiento de cinco meses, terminé los últimos días de mi vida internada en cuidados intensivos. Muchas de esas noches recé invocando a la muerte; a esa muerte que en algún momento agradecí por mi libertad, le lloré implorando para que me llevara. Entre sueños, llamaba a Juan pidiéndole clemencia. Que perdonara mis palabras del día de su entierro y me recogiera. Esas noches interminables en el hospital entendí el verdadero significado de la muerte: era la única que podía calmar el dolor corporal que sentía. Los médicos habían prohibido que me dieran agua ya que retenía líquidos hasta hincharme. Agonicé de sed. Por momentos escuchaba las palabras de mis hijos, nietos y bisnietos pero nada me consolaba.
Solo quería que llegara el fin.
Solo quería morir.
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