Insoportable contraste.

Insoportable contraste.

Para la gran mayoría era un día como cualquier otro, pero para Ernesto Cejudo sería un día diferente a cualquier otro. Cuando enviudó, tres años atrás, se vio obligado a abandonar Encina Sombría, el pequeño pueblo perdido de la mano de Dios ubicado en los Montes Universales, dentro de la provincia de Guadalajara. La presión de sus dos hijos, residentes en Madrid junto a sus respectivas familias, exigió su traslado a la capital del reino para disfrutar de habitaciones cercadas por el cemento y sórdidas vistas. Los vástagos pactaron un rígido calendario similar a los horarios de oficina, en el cual quedaban definidos los periodos temporales que Ernesto debería permanecer con cada uno de ellos. Las únicas alteraciones al concordato solo serían posibles mediante común acuerdo entre las dos partes, sin recabar opinión o autorización del sujeto pasivo. Hijos habituados a una sociedad de ritmo frenético y nietos adolescentes malcriados en la falta de respeto a los mayores, justificada mediante la recurrente expresión: “son otros tiempos”, sirvieron para agravar un modelo de convivencia complicada desde su inicio.

Resultado de imagen de fotografias de edificios de viviendas en barrios de MadridSin embargo, el resignado abuelo nunca pronunció desaire alguno en ambas sedes familiares, ni exteriorizó ningún malestar al sentirse como parte del mobiliario, siempre dispuesto a ser colocado en el lugar donde causara menos molestias. Ahogaba la amargura aferrándose al recuerdo de esos otros tiempos que nunca olvidaría. No obstante, la decisión estaba tomada.

Enfundado en el traje negro que había utilizado para asistir a tantos momentos luctuosos a lo largo de su vida, emprendió el camino de regreso hacia su verdadero hogar, despidiéndose de los suyos mediante una escueta nota depositada en su mesita de noche.

Soportó el penoso viaje en autobús con trasbordos incluidos, rematado por el colofón de una sufrida caminata. Atravesó la valla metálica que cercaba los accesos al pueblo y aunó esfuerzos para bajar la ladera. Antes de llegar a las primeras casas, se detuvo ante una enorme encina cuyas ramas se mecían como brazos que quisieran acogerlo. Rodeó el tronco en busca de la inscripción tallada más de cincuenta años atrás, en homenaje al amor eterno que aún albergaba su corazón. Al pisar el suelo empedrado que conducía a la entrada de la desierta aldea las suelas de los zapatos patinaban, aconsejando esmerar la atención para impedir un desequilibrio peligroso. Pasó junto a la iglesia donde contrajo matrimonio con Adela; junto al banco del pequeño parque donde se dieron el primer beso y junto a la casa que fue su hogar durante tantos años. El lugar que buscaba estaba cerca.

El soportal cubierto, lóbrego y cegado le esperaba. Ese rincón de confesiones íntimas y proyectos de futuro con las manos enlazadas, era su última estación. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared. En ese profundo silencio que solo proporciona la soledad, escuchó el rumor del agua que avanzaba hacía aquel lugar. Pronto solo sería visible la torre del campanario. Si en el invierno la lluvia caía de forma generosa…, ni eso.

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