Recuerdo los ojos de María… Me miraba, en cuclillas, a través de la jaula agarrada a los barrotes. Recuerdo como se incorporó para decirle algo a Jane que no pude alcanzar a comprender.
─ Quiero ese mami, el de la mancha en el ojo. ¿Podemos? Poooorfi.
Un hombre de manos rudas me agarró del collar, me sacó de la jaula y me entregó a esa familia.
La casa estaba llena de tantos olores extraños… Jane me metió en la bañera, el agua me mantenía inmóvil, mientras ella y María frotaban sentía como poco a poco perdía mi identidad a través del desagüe.
Temblaba a pesar de que la temperatura de la casa era cálida. Imágenes de la calle pasaban por mi cabeza. Pequeños perros dentro de bolsos ridículos que parecían haber olvidado su capacidad de caminar, perros con diminutos abrigos imitando a sus dueños, lenguas jadeando insistentemente mientras estiraban de una correa. Animales sometidos al yugo. Sentía como el olor artificial de la fragancia que emanaba mi cuerpo me empezaba a asfixiar… Perdí el control y grité. Grité con todas mis fuerzas. Como respuesta recibí un contundente «¡NO!».
─ Tranquila, María. Solo está asustado. Dale tiempo.
Cautivo ocho horas al día, incomunicado, con un plato de agua, otro de comida y un catre en la cocina, mordía con rabia todo lo que veía. Me meaba y cagaba por toda la casa. Pero Jane, al volver, permanecía impasible ante mis actos de protesta. Solo recogía en silencio y después me enseñaba la pala mientras decía «¡NO!».
Cuando me ponía la correa para salir a la calle me sentía exhibido e intentaba liberarme. Sacudía mi cabeza de izquierda a derecha y recibía esa misma respuesta: «¡NO!». La veía recoger mis cacas, de modo pasivo, y meterlas en una bolsa negra. Ya no era dueño ni de mi propia mierda.
La resistencia dio paso al cansancio y este a la debilidad. Jane me puso un plato de pollo con arroz que expedía un olor irresistible. Esperé a que no me mirara y me lo comí. Sentado en mi esquina de la cocina llegué a la conclusión de que mi esfuerzo estaba siendo en vano. Quizá si me ganaba su confianza, un día, Jane cometería un error y yo podría recuperar mi libertad.
Establecimos un precario sistema de comunicación basado en cinco palabras: «BUEN CHICO, SIT, PATITA Y NO» He de confesar que el término patita es el que más me costó. No tenía ninguna función especial más que la recompensa. Pero si hacía patita sin habérmelo pedido, a veces, en lugar de una recompensa obtenía un «¡NO!».
Había semanas que en la casa solo estábamos Jane y yo. Y otras, que venían los chicos. Lucas era el único que hacía el esfuerzo por comunicarse conmigo en mi idioma. La verdad, albergaba serias dudas de que ese chico fuera normal. Pensaba en la posibilidad de que tuviera algún tipo de tara que le impedía ladrar. Supuse que era la misma que le impedía caminar, cuando lo intentaba perdía el equilibrio y caía al suelo. María no me dejaba en paz. Lo suyo era la presión psicológica. Se tiraba en el suelo a escasos centímetros de mi hocico y me observaba, directamente a los ojos.
─ ¿Qué pasa perrito te sientes solo? ¿Sabes? Yo también, a veces, me siento sola.
Una noche durante la cena hice un gran descubrimiento. Lucas estaba comiendo directamente del plato los macarrones en salsa y sin previo aviso empezó a cogerlos y lanzarlos a suelo. Jane se puso a gritar: «¡NO, NO!». Sobresaltado alcé las orejas hasta que comprendí que Jane no me hablaba a mí. Era curioso, Jane se comunicaba con Lucas prácticamente igual que lo hacía conmigo, es más, también recogía sus cacas en unas bolsas blancas que explicaban ese misterioso olor que me atraía de la terraza. María se percató de que estaba observando y me tendió un macarrón por debajo de la mesa, a escondidas. Lo acepté con disimulo. ¿Era posible que los chicos también estuvieran sometidos?
Poco a poco empecé a ver en María una amiga, una aliada que podría ayudarme a escapar. Lucas, en cambio, simplemente era un estorbo.
María y yo empezamos a crear un especie de vínculo. La niña me metía en su cuarto y me hablaba. Yo no entendía nada pero me gustaba estar a su lado. Con ella podía hacer «patita» cuando me daba la gana. A veces se ponía a dar pequeños saltos y mostraba alegría. Así que cuando me sentía triste le hacía «patita» solo para verla saltar y animarme.
─ ¡Mamá, mamá!, Boby me ha dado la patita.
Un día fuimos a dar una vuelta en familia. A Lucas, al pobre, lo tenía que llevar dentro de un carro. A mitad de la vuelta Jane le dio la correa a este, que la aceptó con una boba sonrisa. Era mi oportunidad de correr lejos con todas mis fuerzas y escapar. Pero cuando miré a María, no me vi capaz de dejarla sola, éramos un equipo.
María me hizo un collar con cuentas de madera, ella tenía otro igual. Me gustó. Me levantó la oreja y me susurró algo al oído.
─ Me gustaría tanto llevarte conmigo.
Esta semana no están los chicos en casa, todo es aburrido sin ellos. Jane me pone comida en el cuenco, me saca a pasear y recoge mis cacas. Pero cuando no están la veo distinta, más silenciosa, abstraída. Ella se tumba en el sofá y yo en mi esquina de la cocina.
La he oído llorar. Es la primera vez que la veo llorar así, parece que le cuesta respirar. Sostiene una foto en la mano. Me he acercado sigiloso y he visto que es una foto de ella con los chicos y ese hombre. El hombre que viene a recogerlos.
Entonces lo he entendido todo. Jane siempre ha estado allí, protegiéndome. He cogido la correa entre mis dientes y se la he ofrecido.
─ Tranquilo Boby, nos acostumbraremos. Pronto volverán.
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