En esa tarde de primavera hacía demasiado calor. Alberta estaba allí, sentada en una mecedora, detrás de la ventana llena de polvo, observaba a la calle solitaria. Parpadeaba muy lentamente, aprovechando cada segundo, recordando. Sentada, meciéndose, veía en la calle a los niños, jugando a la pelota, escuchaba sus carcajadas. Se divertían Alberto, Julio y los vecinos. No paraban de sudar, de revolcarse, de corretearse y de volver a reír, cuando cerraba los ojos, la calle tenía vida.
-Mamá, es hora de comer. Alberta, escucha, es hora de comer
-No tengo hambre
-Se acaba la comida, pronto dejaremos de comer. Ya no se que vamos a hacer, míranos, la casa está sucia y descuidada, la comida se acaba y usted sigue sentada.
-Ve a la tienda a comprar
-Ay madrecita, ya está usted viejita, ya no se acuerda, ande a comer, que usted no se puede andar malpasando
-Pero ya le dije, no tengo hambre. Ve a prepararle agua de limón a los chamacos.
-Ellos ya no están de hace tiempo, hace años que no tenemos limones.
-Compra antes de que cierren.
A romina se le escurrió una lagrima. Ella también recordaba esos tiempos, también le entraba la tristeza cuando veía a su madre ver el patio lleno de vida, cuando recordaba que antes había gente, que eran felices y los niños aun podían jugar.
-Hace años que no salgo de casa.
-Por eso sigues soltera, aprende de la vecina…
-Ya no están
-¿Qué dices?
-Muertos
-¿Cómo que muertos? Los acabé de ver
-Madre
-¿Pero porque?- de pronto la calle vacía, las casas de los vecinos cerradas con tablas y las calles llenas de coches oxidados y tierra
-Crecieron Má, como todos, se fueron. Todo pasó muy rápido, primero uno, nos espantamos, no dejamos salir a los chiquillos, se nos fuera el susto y después otro. Comenzaron a jugar, poco a poco nos acostumbramos a ver como mataban a nuestros hijos. Hasta que un día nos dejó de importar. Julio y Alberto fueron los últimos, usted les prohibió salir a la calle, pero estaban corrompidos, no había policías y seguridad porque no hacíamos nada, nos quedábamos sentadas, aquí mismo, todos se mataban entre sí. La gente, nunca hizo nada y ahora son pocos los vivos que siguen escondidos, con miedo esperando a que nos maten. Mamá, ya estoy muy cansada, creo que somos las únicas que seguimos con vida, pronto se va a acabar la comida, el agua, las ganas de vivir y hasta el recuerdo.
Las lagrimas empezaron a brotar de mamá Alberta, volteó de nuevo a la ventana y el rostro pálido se le cambió por uno colorado y alegre, cerró los ojos y al abrirlos volvió a sonreír.
Carmina, abrazó a su madre, también volteó a la ventana, y ahí estaban sus hijos, sus primos, toda la familia reunida, riéndose, celebrando la fiesta patronal. Las dos se miraron y sonrieron
-Ya ves mija, siguen ahí, siempre van a estar ahí.
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