Madre decidió ser madre soltera cuando serlo suponía un auténtico desafío a la España beata de Franco. Pretendientes nunca le faltaron. Todos dispuestos a contraer matrimonio con ella pese a que viajaba con mochila incluida. Conmigo. Con ninguno fue maleducada, fría ni cortante. Al contrario, tengo el recuerdo de algunos visitantes en casa, hombres con los que mantenía distendidas conversaciones y a quienes preparaba su delicioso café de puchero. Convidados fugaces que se iban como habían venido, si acaso con el estómago caliente gracias al brebaje de madre. Ese era el único rédito que sacaban de allí.

A falta de un padre de verdad, a mí no me hubiera importado tener uno postizo. Sobre todo cuando era una niña. Pero con el paso de los años, me fui contagiando de esa desidia hacia el género masculino. Simplemente, nos acostumbramos a ser ella y yo, yo y ella. Me conformé con lo que tenía y deseché indagar sobre aquello que podía haber tenido. Quizá por eso respeté la ley del silencio que madre siempre impuso y decidí atesorar los pocos nombres, fechas e historias sobre su vida que algunos días tuvo a bien desempolvar y compartir con su hija. Conmigo.

Supe así que entre sus mil y un oficios estuvo el de cocinera de la pensión La Uruguaya, sita en la Carrera de San Jerónimo de Madrid y lugar de paso de gentes procedentes del mundo del artisteo. De esos años debía de ser la foto que guardaba con la firma y la dedicatoria de un tal Federico García Lorca, a quien madre debió encandilar lo suficiente como para que este decidiera dar su mismo nombre y apellido a una de las protagonistas de su obra de teatro La zapatera prodigiosa.

Antes de que yo naciera, vendía agua de un botijo a los viandantes que pasaban por la zona del metro de Noviciado. Cuando llegué al mundo, en las fiestas de San Isidro del año 1937, compartí la leche de su pecho con otros bebés a cuyas madres se les había agotado. Siendo nodriza se sacó las castañas del fuego una vez más durante unos meses.

Años después, tendría yo unos nueve o diez, un Guardia Civil la pilló vendiendo tabaco de estraperlo en su puesto de frutas del Mercado de San Miguel. Como no pudo pagar la multa de 200 pesetas, pasó en la cárcel un año durante el que me vi obligada a vivir con unos parientes lejanos en Galicia.

Pero salimos adelante. Solas, ella más que yo. Sin ayuda de nadie. Madre fue tan prodigiosa como la zapatera de Lorca y únicamente dejó de luchar cuando abandonó este mundo en plena movida madrileña. Ahora que está enterrada en el Cementerio de la Almudena puede desenterrarse la historia de su vida que nunca contó. Porque madre, aunque tú ya no lo puedas saber, te ha salido una bisnieta periodista que no va a parar hasta saberlo todo.

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