Ando desandando recordando a mi padre

¡Dios, cuánta nostalgia!

Las voces de la ciudad se me agolparon en estas viejas calles donde se esparcen todas las luces de mis recuerdos. Infinitud de recuerdos hilados en esas voces que brotan de cada umbral abierto de par en par.

Mi padre, descendiente de los caciques del Lago de Maracaibo, se negó a remontar sus olas en piraguas recalafateadas cada año, y decidió cruzar el mar hacia la ciudad de los techos rojos. Allí, entre pregones y empujones, se hizo juglar; uno de picante coplilla, por lo que fue a parar a las masmorras del dictador de turno. Botas y charreteras, al son de peinillas y cables de electricidad en los testículos, lograron doblegar su cuerpo y callar su contar, pero jamás quebraron su espíritu, noble y rebelde.

Un día, retornó a la vera de su lago, ya salobre de tanto dragarlo. Había vuelto a su barrio, con el cuerpo marcado y el apellido cambiado. Solo necesitó unas cuantas semanas para recomenzar; juntó lo que tenía y, con la ayuda de Moisés, su amigo de toda la vida, se embarcó en la aventura de la imprenta clandestina.

En voz baja, tras los zaguanes y medio ocultos entre las celosías, los comentarios se extendieron:

–Hey, volvió El Demócrata– se decía, muy bajito, tras las puertas y con las ventanas a medio abrir

–¿Quién, Alfredo, el hijo ‘e Tomasa?

–¡Shssssss! No digáis nada, ve que casi lo matan.

Las voces de la ciudad arroparon el ruido de aquella imprenta por varios meses.

–Epa, Julíán, ¿Qué venís a hacer vos por aquí, muchacho?

Vení, tomate esta cervecita y escuchá esta gaitica.

Ana, cantámele, aquí a Julián, los versos que compusimos pa’ la fiesta de esta noche.

–Ajá, ‘ta bien, pero no te me hagáis el pendejo, vos sabéis qué es lo que vengo buscando.

Decime, ¿dónde está Moralito?

–Ah, compadre, eso le pregunto yo a usté; desde que se fue pa’ Caracas no se supo nada de él.

–¡Ay, Trinidad, no te metáis en problemas! Que yo sé que ese demócrata es la lengua ‘e Moralito

–En serio, compadre, vos sabéis que yo soy tu amigo, y por aquí nadie lo ha visto, te doy mi palabra, primo.

En estos meses de clandestino, mi padre conoció a mi madre, una andorrana “de armas tomar”, y se enamoró. Ella le prometió paciencia para esperar, pero le exigió que terminara con su aventura de “El Demócrata”.

Nueves meses después, cambiamos de dictador y, por algún tiempo, se olvidaron de mi padre; la resistencia salió a la luz y El Demócrata quedó en el olvido; ahora había un partido, que llamaban el democrático, al que mi padre dedicó más de 30 años de vida.

En medio de tensa paz, mi padre pidió a mi madre, y se casaron. Pero, esa paz apenas duraría unos dos años en la ciudad, así que Moralito volvió a las listas de los buscados, perseguidos y vigilados. Para entonces, mi madre iba para su segundo parto. Y los dolores le llegaron una noche de huida. La ciudad estallaba entre cohetones y triquitraques; luces de colores que venían anunciando el año nuevo

–Alfredo, ya tenemos dos hijas, por ellas, te pido que te salgáis de todo eso, hacelo por las muchachitas.

Y accedió. La imprenta se desmontó y Alfredo nunca más escribió. Cuando llegó la democracia, ya se había retirado de la política. Por entonces, ya no eran dos sino seis niñas que mantener y educar.

Iba por el barrio, rodeado de sus “siete mujeres”, como, orgullosamente, se refería a nuestra familia. Pasó por muchos trabajos, de intelectual a plomero para levantar las niñas hacia un futuro mejor.

Crecimos en el bullicio de una ciudad de colores, con casas pintadas con zapolín y tañer de viejas campanas que, por navidad y año nuevo, nos despertaban para ir a misa.

–Papá, tengo que hacer una composición sobre el petróleo ¿Me ayudáis?

Andaba por los nueve años, y esa fue mi primera lección de cómo ser redactora, periodista e investigadora. Las letras, que guardó en sus entrañas, durante décadas, me las legó esa tarde. Después, ya en la escuela secundaria, me enseñó cómo hacer para que la gente contestase a mis preguntas; así, me hice investigadora-reportera.

–Papá, voy a ser periodista, como vos.

No dijo nada, no hizo falta; su rostro iluminado y sus ojos humedecidos eran más que suficiente. Hasta hoy, recuerdo aquella noche y me doy cuenta de cuán inútiles hubiesen sido las palabras en ese instante.

Heredera de aquel rebelde juglar, abandoné la ciudad; detrás, quedaron las voces de las tías y las primas deambulando por el barrio, diciéndome adiós.

–Se va la hija de Alfredo, ahí va, igualita al padre, ya agarró por otros rumbos; igualita al padre.

Más de una década transcurrió, alejada de la ciudad, de mi madre y de mi padre; solo las religiosas llamadas por las noches de sábado, me mantenían unida a aquel inquieto hijo de piragüero, ahora caminando lento y subiéndose a las aceras por empeñarse en conducir cuando ya los reflejos fallaron.

–Hola hija, Dios te bendiga…

Ese siempre fue su saludo. Y yo, sintiéndome bendecida, agradecía a la vida por haberme encomendado a tan maravilloso ser. Solo en sus últimos años, ya con el cabello cano, la vida me dio la oportunidad de regresar junto a él y llevarle de la mano como él lo hizo conmigo.

–Ajá, llegáis tarde, dame la medicina, que ya se me retrasó

–¡Por Dios! no te va a pasar nada por cinco minutos después ¿Por qué no le dijiste a Ana o a Rubia que te la dieran?

–¡Nooooooooo!, ¿vos estáis loca? Esas mujeres me pueden envenenar…

Así, llegó esa navidad, estando débil y tan cansado, no me atrevía a dejarlo solo, dormía siempre a su lado y, entretejiendo recuerdos, esa noche de luna llena, decidió marcharse. Ahora solo me quedan estas voces de la ciudad

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