-¡Para con las lágrimas! Comparte mi felicidad por reencontrarnos después de tantos años. ¿Cómo puedes estar preocupada por imbéciles como estos?-

-¡Son mis padres!-

-¡Mentira!, Mamá se revolcaba con tantos que ni ella supo quién era papá de quien-

Condolida llena de extrañeza Emilia mira fijamente a su madre a los ojos, quien temblando, sin decir palabra baja la mirada, su padre inmovilizado por un enorme mazacuate que lo sofocaba cada vez que trataba de moverse, tampoco podía sostenerle la mirada, sus pequeños hermanos lloraban desconsolados, inmovilizados por serpientes de diversos tamaños, tilcuates que se movían por sus cuerpos, mirándolos fijamente, saboreando en el aire un delicioso sabor que les presentaba el terror de los invitados a cenar.

-Mira la foto. ¿Puedes reconocerlos?, fue tomada la mañana antes del accidente. Seguro no sabes de lo que hablo, eres la más pequeña, aquí, Gaby te sostenía en brazos. Pantalones rojos, camisa azul, soy yo.

Aquella tarde, como todas, mamá nos encargó a los mayores, todos hacíamos lo acostumbrado, Juan y tu todo el día con los pañales cagados no paraban de llorar, José y Toño fumando la hierba que mamá escondía debajo de su cama, las otras dos metiendo vagos del barrio a sus camas, tontas, al menos debieron cobrar por ello. Los demás aún no perdían la inocencia se entretenían con cualquier juguete. Yo, tenía hambre, ninguno quiso salir conmigo, me largué solo al mercado, robaba mandarinas, no siempre había, por eso se debía aprovechar bien la época. Ya me tenían bien checado algunos, sobre todo el gordo de la tienda, apenas puse una mano sobre un chesco me pateo tan fuerte que salí unos pasos volando, en el suelo el muy marica me pateo con tanta saña que perdí el conocimiento.

Juro que la vi ahí, hermosa, acariciándome, cantando una dulce canción, en ese momento fui el más afortunado de todos ustedes, mamá por fin estaba al pendiente de mí, la abrace con todas mis fuerzas, pero, al abrir los ojos en segundos mi suerte cambio, gritos y maldiciones salieron de su boca, me pegaba en los pocos lugares que el gordo de la tienda no me había dado, estuve a punto de desmayarme cuando a casa entraron los amigos de mamá, me dejó sólo, después no vi nada, escuchaba gritos, golpes, cosas rompiéndose, el terror me invadió por completo, apenas pude esconderme en el ropero. Poco a poco el relajo se calmó, estuve a punto de quedarme dormido, tus lloriqueos no lo permitieron. Al día siguiente, estábamos tú, yo y José abrazándonos, con el ojo pelón, lastimado por completo. A los pocos días murió.

El encargado de cuidarnos fue el hermano rico de mamá, ¡este!, a quien llamas papá. Él te arropó como suya, pero se olvidó de mí, nunca me permitió verte. Me salía todo el día, seguía robando comida, la que estos me negaron.

Vivir ahí, con indiferencia era peor que ser perseguido como perro cajero. En el barrio ya era demasiado conocido, tuve que moverme, salir de ahí, después de días llegué a Metepec, la milpa era tan grande que no alcanzaba a cubrirla con la mirada, el agua de pozos y lagunas fresca podía beberse, un lugar maravilloso.

Rolé un tiempo en una vieja casona abandonada, robaba dinero, hierba y cervezas a los vagos que querían darse sus pasones por acá para no ser vistos. Con esa lana compraba golosinas, tortas, tacos, o de vez en vez algún juguete.

Un buen día me reconocieron unos malandros me siguieron por los pantanos, ya no era tan pequeño para dejarme de ellos, igual les puse unos buenos moquetazos, justo antes que se me aventaran, apareció una hermosa señora de piel morena de ojos hipnotizantes, paró detrás de mí, tomó mi hombro, al verla todos salieron corriendo, menos yo.

Nunca antes nadie me cuidó de esa manera, nadie me había tomado por el hombro con tanta ternura con firmeza como ella. Se alejó lentamente, acercándose a las milpas, su larga cola negra de serpiente me hechizaba con ondulantes movimientos, de tal elegancia que nadie con dos pies podría emularla.-

Emilia se perdía en reminiscencias familiares, a veces escuchando, otras mirando a sus aterrados padres, a sus hermanos sofocados. No podía creer lo que escuchaba, la primera vez que vio a su supuesto hermano fue cuando les tomó una foto frente a la estatua de la Tlanchana. Contaba la historia de la mítica criatura mitad mujer mitad serpiente y como hubo quienes la confundieron con una sirena, platicaba de la verdadera estatua antes de tiempos coloniales de como se erguía aún en un vergel pantanoso cerca de ahí, propiedad de su familia. Los invitó sin chistar a conocerla, ellos aceptaron pues percibieron un cierto aire de confianza.

-Toma tu chamarra, la noche esta aquí, el frío arrecia, pronto lloverá, se ha nublado por completo, enseguida la anfitriona estará con ustedes-

Sollozando Emilia decía, -¿Hermanos? No puedo tener parentesco alguno con tan miserable ser. Familia es aquella que te arropa, que te apoya en todo momento, goza tus victorias, te alienta a salir adelante…-

De la maleza comenzaron a salir serpientes de todos tamaños, la casa situada en el centro del pantano dejaba ver una estatua de barro, tenebrosa mujer con enorme cola de serpiente. El agua se arremolinaba a su alrededor, la estatua comenzó a moverse, desde el interior todos miraban aterrorizados. Los relámpagos, uno tras otro les permitían ver como el barro tornaba en carne, después en escamas. Una enorme serpiente se acercaba rápidamente, ya dentro disfruta con la lengua el dulce sabor a miedo que todos despiden, les roba el alma con tan sólo mirarlos, pasa delante de ellos se enrosca en sus cuerpos suavemente como acariciándolos, dejando que el pánico en sus corazones sazone su comida, palpando sus rostros con la lengua antes de engullirlos por completo, uno por uno.

-Tú lo has dicho Emilia, familia es quien realmente cuida de uno, ahora, es mi turno.-

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