Erase que se era, conejitos apiñados en una madriguera. Toda calentita y confortable, los ocho conejitos con su madre, que su padre nunca llega… y cuando llega ya es muy tarde.
La casa compartida, las camas compartidas, la ropa compartida, mis libros y los restos de comida compartidos. Sin horario ni respeto, sobre todo a la hora de la cena, porque eres más dichoso encerrado en la calle que cumpliendo con el protocolo de sentarte a la mesa.
Caos y desconcierto, gritos, risas, lloros, a la hora del colegio. Seis desayunos sobre la mesa, los otros dos biberones y pecho.
La mesa redonda sin ocho de sus caballeros y aunque resulte duro, tampoco a esa intempestiva hora, se hallaba el rey Arturo.
¡Qué calamidad, ni para la cena, ni para desayunar!
Es una hora muy crítica la que pasan ellas, las que nos tienen que despachar. Bien abrigaditos para la escuela porque la fuerte ventisca de nieve amenaza con congelarnos, de nuestras ropas desvalijarnos, impedir que lleguemos puntuales.
Nos guiña malévolo el huracán cuyo ojo renace del colegio de religiosas donde íbamos a estudiar.
Zapatos que revolotean, las perchas desiertas, paraguas por doquier tirados, como águilas destrozadas de un disparo. La mesa otra vez repleta, la merienda, la improvisada cena, mis libros y yo en un extremo reservado…
¡Ay, qué inmenso muro habría levantado!
Para esconderme de mis siete hermanos y proteger mis tesoros de tan magno desaguisado.
Constancia, perseverancia, desasosiego, inmensa devoción ante tanto trasiego. La abuela y la madre entregadas a tan ardua tarea, navegantes expertas en este mar de imprevistas tormentas.
Comienzo con la prosa y aniquilo el verso, preciso como introducción, pero resultaría un exceso no dar paso a la narración.
Cuando nunca estuviste solo, amas la soledad. Cruzar el umbral de la puerta amartillada cuando oscurece -para que no entren, para que no salgan-.
-¡No quiero oír ni rechistar!-.
Todos nos quedábamos mudos entonces ante esa tajante orden y en ese momento de silencio sepulcral, si entornabas los ojos casi podías vislumbrar, con el eco discordante de las palabras de mi padre aún quieto en tus oídos -que no entren-, como por el bajo de aquel insondable portón de vieja madera, se deslizaban sombras cautelosas para no ser vistas, fantasmas quizás, que querían desvalijarnos del brío de nuestras flamantes vidas.
¡Ingenuas!
La esponja de la infancia que se estampa contra tu cara repleta de jabón.
En el centro de esas pompas transparentes y perfumadas invocas el recuerdo de lo que ya has vivido y en cierto modo te ha formado, aunque en ocasiones, para nada haya servido.
De tantas anécdotas he de diseccionar una en la que el verdugo hace acto de presencia, sin protagonizar nunca el encabezamiento que le otorga la obligación de ser padre y educador, pero sí de hacer notoria su presencia hasta el extremo de provocar que desearas que alguien nos anunciara su pérdida, cual canica o cromo que se aventura por un roto de tu bolsillo y se lo queda el que lo encuentra.
¡No ha lugar!
No sé por qué de pequeños la palabra ilusión pierde su valor, tal como lo piensas lo ejecutas sin más.
No hay pros ni contras, lo llevamos a cabo con firmeza y no hay obstáculos para obtener el andamiaje correcto en tu obra.
¡Iluación!
Así sucedió que todas las felices tardes, tras la liberación docente, uno de mis hermanos daba comienzo a la construcción de un improvisado castillejo que serviría como casa de huéspedes a todo tipo de palomas.
El hermoso patio interior que perfumaba mi casa con multitud de plantas, rodeando un pozo blanco inmaculado que en el centro del mismo se alzaba, empezó a adquirir un aspecto de ruina desordenada, pues por doquier, tablas tiradas, viejas ventanas que alguien había desechado, hierros apilados que formarían la estructura, trozos de ladrillo… y para terminar los ruidosos huéspedes que iban llegando acoplados en sus respectivas y minúsculas estancias.
Se trataba de un negocio de intercambio, compra y venta de ejemplares, algunos muy hermosos, que le aportaban gratos beneficios y le apartaban de otras tareas más prioritarias.
Sé que amaba aquella empresa hasta el extremo de que su descuido le pasó desapercibido y no pudo vislumbrar el peligro que le acechaba entre la maleza dispuesto a atacar en el momento que le cogiese desprevenido.
-¡Miguel Ángel!- vociferó la cruel alimaña-.
-Asómate al patio-.
Todos corrimos, de ante mano sabíamos que aquello no quedaría sin castigo.
No hubo aviso por parte del principal, el que ejecuta sin preguntar, sin piedad procede y nos invita a observar horrorizados como asesina, de todas sus palomas, su tesoro más preciado.
Delante de todos actuó, sacó al ave de su jaula y sujetándola contra el suelo, aplastó su bella cabeza con un enorme pisotón.
-¡Así aprenderéis!- objetó.
Que tristeza la de aquél día, no hubo in-subordinación. Solo la pena y la impotencia hondas. La pregunta perenne: ¿Dónde la educación, el proceso de enmienda, la pertinente formación, para ser «personas de bien»? como recitaba aquel juez dictador.
De nuevo la poesía, aniquila a la narración.
Desorden de caracteres… falta de disciplina…
¡Qué sé yo!
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