A mi padre que hoy es el angel que cuida de mi y mi amada familia.

Son las siete de la tarde y el cielo, oscurecido prematuramente, parece anunciar una gran tormenta. Es mi día libre y estoy sola en casa, escucho los truenos y a través de mi ventana veo relámpagos aquí y allí. Me gustan las tormentas son como canción de cuna, mi alma siente la tibieza de un abrazo y mis ojos se cierran suavemente.

Despierto feliz, hay bullicio en el patio, lo escucho a pesar del bailar de la lluvia en la ventana, mi padre hace tortas fritas. El patio es un cuadrado de cemento con techo de chapa y un asador. Salto de la cama y corro hasta salir por la puerta de la cocina. El fuego es una danza alocada de llamaradas, el olor a leña quemándose me invade los sentidos, colgando de un gancho y crujiendo sobre la fogata esta la eterna olla de hierro negra donde un bloque de blanca grasa se torna líquida y del color del oro. Sobre la mesada, papá estira bollitos de masa hasta dejarlos finitos, le realiza dos cortes y con cuidado los desliza en la olla. No existe una sinfonía de aromas más perfecta para una tarde de lluvia.

Sentada en un rincón y con el cabello desgreñado, espero, mirando ansiosa a que la primera de las tortas esté cocida, mi papá me descubre, con la lluvia canturreando en el techo no me escuchó llegar. Emite una de sus ruidosas carcajadas, siempre que algo le divierte se ríe con el corazón, me mira y por unos instantes navego en la ternura infinita de sus ojos de miel. Me compara con nuestra perra Diana, que a mi lado está muy sentada, con sus patas delanteras en el aire y mirada de pobrecita mendigando también una porción de lo que sea. Papá se tomó su tiempo, pero ella aprendió, si quiere algo tiene que sentarse. Con perros y caballos, él es como un encantador y puede enseñarles lo que quiera.

Las tortas fritas van saliendo y mamá trae el mate para papá y mate cocido para mi y mis hermanos, nos sentamos en rueda alrededor del fuego, nadie habla por que con la boca llena no se habla.

Atiborrados y satisfechos contemplamos la tarde y llegan las historias. Papá nos cuenta de sus aventuras y travesuras cuando era niño y vivía con sus padres y once hermanos en algún lugar en el monte en Santa Fé. El abuelo tenía entonces un almacén. Allí se abastecía de todo, alimentos, herramientas, ropaje, y también se servía licor y se jugaba al truco. Todo lo que un gaucho necesitaba para él o sus animales se vendía en ese lugar.

Convivían con personas de cuidado, que en su mayoría resolvían sus asuntos y disputas a punta de cuchillo, pero el abuelo era de mano dura y tenía a todos sus hijos celosamente controlados. Desde el más grande al más pequeño sentía terror de enfurecer al abuelo, él, no se andaba con medias tintas.

Papá cuenta de cuando siendo un niño se escapó de la escuela para ir al cine, en esos años era una novedad irresistible, que cuando salió del cine ya oscurecía y él caminó por la vía del tren para llegar más rápido a su casa, cuando a la distancia ve a su padre que venía en dirección contraria y sin pensarlo siquiera, cuando el abuelo pasó a su lado, el comenzó a caminar como si estuviese lisiado. Encorvando el cuerpo y rengueando aparatosamente, lo peor decía, era que lo hizo de puro temor.

Él no quiere que sus hijos le tengamos miedo, así que, jamás jamás nos levanta la voz. Siempre que quiere corregir a alguno de nosotros por una travesura, el se sienta y habla con calma para meter en nuestras cabecitas la noción del error que cometimos. Nunca sentimos temor de nuestro padre, pero sí, se ha ganado nuestro respeto y un amor tan grande que todos nuestros actos están sopesados para no causarle dolor alguno.

Por un momento miro a mi alrededor y contemplo a mi familia, me pregunto como se puede sentir tanta dicha y tan embriagante felicidad con tan poco. Es un sentimiento tan grande que parece traspasar mi pecho, la emoción me anuda la garganta y creo que me ahogo sin poder respirar y comienzo a toser sin parar. Se llenan de lágrimas mis ojos y los cierro con fuerza, todo se desvanece y cuando los abro me encuentro confundida, en la oscuridad, hasta que regreso al mundo real.

La nostalgia dibuja una sonrisa, me sabe dulce y amarga a la vez, ya no llueve y la tormenta se aleja. Estoy en mi dormitorio y ya está entrada la noche.

Mi padre no está, la muerte lo arrancó de mi vida cuando cumplí dieciocho, hace diez años de eso.

Fue un hombre simple, al que nunca le sobró el dinero, toda su riqueza era su familia y el conocimiento y sabiduría que el tiempo y los años le regalaron. Nos dejó por herencia la esperanza, la paciencia, la bondad, el respeto y el valor.

Su ejemplo, gravado en mi mente y corazón, hace que cada día trabaje con alegría. Que le sonría a la vida y que tenga fe porque cada día puede ser mejor.

Sobre todo, me enseñó a reír, con estruendo y sin medida. Será que me gustan los truenos y los relámpagos porque me hacen pensar en Dios y él riendo juntos a carcajadas.

Se que amo las tardes de cielo emplomado y lluvias ruidosas porque cierro los ojos y puedo regresar al patio con techo de chapa y ver a mi padre hacer tortas fritas.

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