Cuando se levantó aquella mañana de diciembre, y después de un viaje en zapatillas al cuarto de baño, no sabía adónde ir. Se metió en la cama de nuevo y no se volvió a levantar hasta que un ruido horroroso le llamó la atención y se asomó a la ventana.

Hacía frío, y aún tenía la mente llorosa de la carta de despido del día anterior. Su mujer lo tomó bien. Sus hijos, aún en la adolescencia, no dieron demasiada importancia. Pero él se sentía arrugado, tanto como el papel de la carta al arrojarlo a la papelera.

Así estuvo cuatro días, sin querer levantarse de la cama hasta que no tenía más remedio porque le acababa doliendo la espalda del abuso.

Al quinto, se sentó a mandar currículums, que era lo único que se le ocurría para poder salir de ese atolladero angustioso.

Pero después de ocho días de sellos y sobres, una idea sacrílega le pasó como una ráfaga de aire frío por la frente. “Rompe esa mierda”, le gritó la ráfaga al paso. “Rómpela”. Esa mierda era su currículum. “Te has pasado la vida despotricando del jefe, y ahora te dedicas a buscar otro”.La segunda vez que pasó, se quedó pegada justo encima de las cejas. “¡Rómpelo!”

Se lo explicó a su mujer cuando volvió del trabajo.

—No voy a buscar empleo. Lo crearé yo.

—¿Y qué vas a crear?

—No tengo ni idea. Ahora sólo sé que no voy a buscar.

—Pero algo tendrás que hacer.

—No buscar.

Eso era lo que le parecía más difícil: atreverse a no buscar fuera. Sentarse. Mirarse dentro y, allí sí, buscar hasta que se encontrara. Y eso fue lo que hizo.

Durante siete días con sus noches estuvo dentro de sí, rebuscando algún resto de aquella confianza de su juventud que había ido perdiendo con cada cumpleaños. Y la encontró. Estaba en cuclillas, como escondida entre malas hierbas, en el recodo de un camino abandonado. Dormitaba. La llamó, pero tuvo que gritar bien fuerte, tan fuerte que le oyeron todos los vecinos y le reprendieron. La confianza levantó ligeramente la cabeza.

Volvió a gritar, ahora más fuerte, y la bronca vecinal arreció. Le llamaron de todo, desde sinvergüenza hasta loco, pero él estaba empeñado en despertar su confianza. Y al final, entre gritos, insultos y amenazas, lo consiguió.

La confianza se levantó, se limpió, se alisó el ropaje, y tomó el mando.

Juntos, él y su confianza, buscaron nuevos caminos. Recorrieron unos cuantos, y los disfrutaron todos. Al cabo, encontraron uno espléndido, bien asfaltado, iluminado y amplio, que ya no abandonaron.

Veinte años después de romper su último currículum, se encontró con Romualdo, un amigo de aquellos tiempos oscuros.

—Los ricos ya no queréis cuentas, ¿eh? —le dijo—. No hay quien te vea.

Se sorprendió. ¿Eso pensaban? ¿Qué se había apartado para ser rico? ¡Pero él no hizo lo que hizo para ser rico!

—No me aparté para ser rico. ¡Me aparté para ser yo!

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