Mi madre manosea el libro de Jodorowsky como si fuese un rosario. Intenta liberarme, dice, y para eso tiene que escupir nuestra historia como si fuese un vómito meningeal. En escopetazo. A mi hermana, de pequeña, se le complicó una meningitis, por eso no tiene que estar sentada aquí conmigo. A mi padre no le gustaban las vacunas, a mi abuelo le gustaba demasiado lo que se escondía debajo de las faldas. Tengo que encontrar una manera de ser feliz, continua, una manera de ser feliz que no implique ser gilipollas. Como mi abuela, que vivía feliz en la ignorancia. Tres, tengo que liberarme de los traumas de tres generaciones, reconstruir mi árbol genealógico. Los problemas de antepasados son como nudos contra los que tropezamos mientras hacemos equilibrismos sobre la cuerda de nuestra existencia, afirma. Pero a mí se me antojan como las deudas: se heredan.

Mi infancia y sus uñas cuarteadas, mi juventud y los golpes húmedos. Siempre ese olor a cebolla que nos acompaña. Tanto sacrificio. Soy una hija de puto y me he enamorado de un puto, repito entre arcadas. De su abuela, recuerda que tenia las manos regordetas y los pucheros. Todo el día en la cocina. El sacrificio huele al sofrito que se escapa por mi boca. Me pregunto cuándo llegará el amarillo. Un puto, dos putos, tres putos, sollozo.

Corro, troto por el pasillo del piso de mi infancia, pero es mucho más largo. Siempre pienso que puede acabarse, pero no. En la cama de al lado, una tía en una camisa de fuerza mantiene una conversación con el diablo. Pero yo no huyo, avanzo alegremente: sé que la cocina está al final del corredor y en ella, como siempre, mi madre. Mi madre y sus ojos rojos, sus brazos morados, su barriga de seis meses y ese olor a cebolla. A tomate. A vino y sangre en el fregadero. Quiero explicarle a mi compañera de habitación que no existe el infierno, que tiene que limpiar su árbol, que los traumas son como nudos, que no hemos de dejar que se cierren en torno a nuestra garganta. Igual que ella, tuve una infancia difícil y a mi padre también le importa un bledo. En este hospital todas somos medio huérfanas, hijas y novias de puto. Quiero abrazarla, no te preocupes, hermana. Pero aquella casa del barrio de Tetuán desaparece y las paredes se vuelven grises, las sábanas arañan. Según la doctora, tuve suerte, si hubiese llegado a la decena estaría muerta. Puedo salir de esta.

Mi madre manosea el prospecto de mi exposición como un rosario. Hoy no huele a cebolla. La artista ha empezado a construir la casa por el tejado, escriben, el peso de la tradición parece en su obra ligero. He vestido las paredes con cuadros. Decenas de hijas de puto, decenas de exnovias de puto se pasean por la inauguración, liberadas. Aprieto con mi mano sus nudillos y le confieso: tenías razón, los traumas, como nudos, nos unen.

Imagen:Christian Obst.

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